Saltar al contenido

El almacén del barrio.

 

 

Cuando me mudé al centro de Seattle, nunca me imaginé que años después el almacén del barrio iba a ser sin colas ni caja registradora. Hoy fui por primera vez a la nueva tienda Amazon Go. Uno entra, toma lo que necesita y sale como si todo fuera gratis. A los pocos minutos el celular suena cuando la factura llega. Sin errores, y con la posibilidad de devoluciones o reclamos. El paraíso de las compras. Una maravilla. Volví a casa casi volando, un poco por la sensación de liviandad de toda la experiencia, otro poco por el viento que soplaba por la séptima avenida.

Las hojas de los árboles revoloteaban entre mis recuerdos de la infancia. Me acordé del almacén del barrio en mi Uruguay. Como el centro de Seattle, mi barrio también estaba cambiando. Los modernos edificios altos venían reemplazando las casas viejas. Una casa desaparecía detrás de la otra. Pero la desvencijada casa de la esquina sobrevivía gracias al almacén del Pocho.

El comercio estaba contenido en la sala y el jardín de la planta baja. En el piso de arriba vivía el Pocho y su esposa, la Pocha. El jardín original había sido sustituido por cemento y ahora estaba cubierto por cajones de frutas y verduras. Un empleado joven era el encargado de tomar la mercadería y pesarla. Los clientes teníamos prohibido tocar;

_ Para no machucar la fruta y la verdura, dice el Pocho, ¿entiende doña? _ nos decía el muchacho. Aunque todos sospechábamos que también era para elevar el peso con una muy ensayada prestidigitación que seguramente formaba parte de las habilidades requeridas para el empleo.

En la sala techada, estaba el cúmulo de estanterías de madera llenas de mercadería distribuidas caóticamente. Los olores a especias, quesos y jabones de piso danzaban hasta hacerse uno solo. Cuando uno juntaba todo lo que había venido a comprar, se acercaba al mostrador donde el Pocho o la Pocha envolvían la mercadería y hacían los números en pedacitos de papeles arrancados del propio envoltorio. No había etiquetas de fecha de caducidad, ni de precio. No había escáneres, ni cajas registradoras. Y no había que pagar en efectivo. Si uno no tenía el dinero, anotaba todo en la libreta de fiado. Algo así como el precursor de Amazon Go.

El Pocho cerraba el almacén todas las noches a las 8 y salía raudo hacia la parada del autobús. Todo el barrio sabía a donde iba, al Casino del Estado. Y al otro día no tenía que decirnos cómo le había ido. Podíamos leer la historia en el inventario del almacén como quien lee la borra del café. Si le había ido mal, los proveedores se marchaban sin dejar la mercadería. Si le había ido bien, el Pocho llenaba las estanterías y nos recibía a todos con gran alegría.

Un lunes, vimos un coche nuevo y reluciente estacionarse frente al almacén. El Pocho bajó del lado del conductor, dio la vuelta alrededor del coche y abrió la puerta del lado acompañante. La Pocha apareció como nunca la habíamos visto: de saco de piel y collar de perlas, recién salida de la peluquería. Todos fuimos al almacén aunque no tuviéramos nada que comprar. Al Pocho no le importó, se dedicó a contarnos a cada uno cómo había ganado una fortuna en el Casino. Nos contó cómo había nacido el presentimiento cuando la mayoría de las ventas del viernes habían sumado 21. Cómo le había venido jugando toda la noche sin éxito. Pero que a las 21 horas, había intentado de nuevo con el número. Siguió contando a cada uno de los quisieran oír, cómo los segundos en que la bola rodaba en la ruleta le parecieron horas, cómo su corazón parecía galopar fuera del pecho.

_ El croupier “rooojo el veintuuuuno” y yo no sabía si gritar o desmayarme _ repitió el Pocho por varios días.

El barrio siguió hablando de la suerte por semanas. Aprendí mucho sobre el azar y las probabilidades. También sobre las adicciones (mis padres se aseguraron de ello). El almacén se vio más limpio y lleno de mejores mercaderías. El Pocho y la Pocha parecían actores de cine y hasta se tomaron alguna vacación para celebrar en la playa de moda. Pero el Pocho siguió cerrando el almacén a las 8 cada noche y tomando el autobús hacia su perdición.

En poco tiempo, la Pocha dejó de ir a la peluquería y el collar de perlas no se volvió a ver. El almacén poco a poco se empezó a desabastecer. Algunos días los proveedores se iban sin dejar la mercadería.

No recuerdo cuántos años pasamos así. Pero un buen día, después de meses de estanterías vacías, lechugas mustias, y con cada vez menos clientes, porque la mayoría del barrio había decidido que la fidelidad al Pocho no le daba más sabor a la sopa, el almacén cerró sus puertas sin aviso. Y a la semana siguiente llegaron unos obreros a remodelar el almacén. Al poco tiempo abrió un mini mercado moderno, limpio y bien abastecido.

Yo estaba en mi primer año de universidad y andaba con mis libros de Lingüística el día que entré a comprar al nuevo mercado. Cuando me acerqué al mostrador, apoyé los libros mientras sacaba el dinero del monedero. Carlos, el dueño del mercado me dijo:

_ ¿Qué paradigma te parece más acertado, el de Ferdinand de Saussure o el de Noam Chomsky? _

Me quedé helada, no sólo porque no tenía opinión al respecto, sino porque pensé que había caído en la quinta dimensión.  Pensé en el Pocho, quien probablemente no sabía ni de teorías de probabilidad. Ahora tenía un almacenero que sabía de Lingüística además de saber de comercio.

Yo era ignorante en ambas áreas. Y tampoco sabía hasta que Carlos me lo contó:  era arquitecto. La dictadura le había hecho perder su trabajo y le había imposibilitado conseguir otro empleo. Así que había comprado el almacén del Pocho para poder subsistir y mantener su familia. Creo que yo aprobé el examen gracias a él, que me hacía preguntas cada vez más difíciles cuando pasaba por el mercado.

Ahora no estudio nada. Por suerte, porque pienso seguir comprando en Amazon Go y no parece que allí nadie vaya a enseñarme nada, ni de ley de probabilidades ni de Lingüística. Si me paro a hablar con algún empleado sobre temas no relacionados a la transacción comercial, seguramente rompo la cadena de producción y colapso el sistema. Podría aprender mucho de Bezos, pero dudo que me vaya a atender nunca. Así que mejor, si tengo alguna pregunta, la guardo para hacérsela a Alexa.

 

Verónica Luongo