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Blanco y Negro

 

Por Jack Elkyon 

 

Georg Fritz se colocó en posición y apuntó su rifle Comblain, que había traído desde Alemania, al cuerpo de Aucán Queipul.

Cuando el humo del disparo se disipó, pudo ver que el joven recibió el impacto en su torso, se echó para atrás y cayó del caballo. Montaba sin silla, sólo con una manta. El alazán, entrenado para la guerra, no se alejó mucho, esperando que su dueño lo volviese a montar. Pero no sucedería así, porque el mocetón, hijo menor del cacique Queipul, estaba herido de muerte.

El verdugo se acercó al joven para examinar la herida. Le acomodó la cabeza en la manta, que fue su montura, para que expirara lo más confortablemente posible; ojalá sin dolor. Amarró el caballo a un árbol para posteriormente devolvérselo a la familia junto con el cuerpo y las ovejas.

Según la costumbre, era lícito para el dueño dispararle al indígena que hubiese, sin autorización, entrado a su propiedad. Se presumía a todo evento la eximente de legítima defensa, pese a que las víctimas estuviesen desarmadas. Georg había advertido en reiteradas oportunidades al nativo que no se introdujese a su predio. Cada vez que lo veía en sus tierras le decía en su chapurreado español:

— ¡Igte de mi propiedad! Fuega. ¡No dag pegmiso para pastag animales!

El williche, rebelde como su nombre, no se doblegaba y respondía, también en un castellano precario (su lengua era el mapudungun):

—Ser tierras ancestrales. Aquí pastaron ovejas abuelos de mis abuelos. No haber cercos.

El extranjero se sentó al lado del joven que se desangraba lentamente. Al menos no moriría solo. Pensó que no debería tener más de diecisiete años. No conocía sus creencias o el taiñ feyentún del moribundo. Rezó una plegaria en alemán, aprendida en la iglesia luterana. Creía que los indios no tenían alma, pero igual se lo preguntaría al predicador. El moribundo yacía inconsciente, aún respiraba dificultosamente.

Sintió alivio después de todo. Ya no vendría a pastar ovejas o ganado en su campo. Además, había hecho lo que Franz Kindermann le indicó. Él le había vendido el inmueble, parte del loteo de la Hacienda Bellavista, que faldeaba el norte de la ribera del Río Bueno. Le había dicho:

—Los títulos de la propiedad están legalmente otorgados por el Estado de Chile. Fueron originalmente constituidos sobre terrenos baldíos.  No existe la figura legal de propiedad ancestral. ¡Defienda sus tierras!

Georg había llegado como colono junto con su familia a asentarse en el sur de Chile, aceptando un llamado del Gobierno para colonizar con extranjeros, porque se estimaba que eran más aptos para el trabajo y promovían mejor el progreso y civilización a esta zona.

Reflexionó acerca de lo que este país le había dado: transporte en el bergantín “Wandrahm”, estadía en Valdivia, viaje en carreta hasta La Unión, tres libras al mes para toda la familia por un año, materiales de construcción, una yunta de bueyes, semillas y asistencia médica por dos años. La tierra, cien acres, la había comprado con el producto de la venta  de su pequeña parcela en Schichten, Würtemberg. El balance arrojaba algunas pérdidas, como ser la vida de su pequeño y querido hijo Helmuth, muerto en el barco por la epidemia de sarampión.

Aucán Queipul exhaló un último y conclusivo suspiro. El alma del difunto inició su trayectoria a la “tierra de arriba”. Fritz se quedó mirándolo largo rato. Tenía que esperar que atardeciera para llevar el rebaño, que regresa al pesebre con el crepúsculo. Le quitó la manta de la nuca para que no se manchara con la sangre que brotaba de la boca del cadáver, y, por curiosidad, se detuvo a examinarla. Era de gruesa lana blanca con figuras negras; artesanal, simple, hilada a mano. Pensó que en Europa se hacían finas y suaves frazadas de lana y, del mismo material, todo tipo de ropa refinada y delicada, teñida con los más diversos y llamativos colores. Una idea iluminó su mente: “claro, lo que este país necesita son industrias, máquinas que maquilen todo lo que esta tierra puede dar.”

El teutón se imaginó a La Unión llena de molinos, curtiembres, cervecerías, destilerías, madereras, hilanderías de lino y lana, queserías; en fin, empresas que pudieran radicarse y hacer progresar la villa. Desde luego, vendería su tierra y fundaría una hilandería. Esperaba que los bancos prestamistas y las autoridades lo apoyaran. ¿Quién podría negarse al desarrollo del país?  ¿A preferir lo extranjero por sobre lo nacional?

Subió el cuerpo del joven al caballo, acomodándolo como un bulto atravesado en su lomo. Ató los brazos a las piernas, por debajo de la barriga del animal, para que no resbalara. Se puso la manta del difunto en el hombro. Bajó lentamente el cerro hasta el borde del Río Bueno, pastoreando las ovejas. Al llegar al conjunto de rucas de madera y paja de la familia Queipul, encontró solamente mujeres. Supuso que los hombres estaban recolectando o pescando. Entregó el cuerpo, el caballo y las ovejas a la madre del joven, quien quedó muda de impotencia y dolor.

Convencido de su titánica empresa, emprendió rumbo a casa, la que tanto esfuerzo le había costado construir a la usanza de su tierra natal: labrada de madera firme, dos pisos, pintada de blanco, con jardineras en las ventanas. Ahora la iba a vender para iniciar su industria. Iba determinado a asumir el riesgo del emprender. Mientras caminaba con el fusil amarrado en la espalda, divagaba, con profundo beneplácito, que dentro de algunos años la modesta villa de La Unión se convertiría en una ciudad próspera y civilizada. Él sería el iniciador del proceso. Devolvería, con creces, el favor que este país le había dispensado.

Se detuvo en un recodo del camino, cansado del permanente vuelo amenazante y grito estridente de los treiles, que están siempre muy atentos a cualquier asomo de peligro, y observó la hermosa vista del Río Bueno, desplazándose cual mansa serpiente verde entre cerros y vegas. En ese momento se dio cuenta, finalmente, que en su hombro aún llevaba la rústica manta blanca y negra del joven al que había dado muerte.

 

 

– La Unión, Chile –

 

Muerte al invasor – David Alfaro Siqueiros