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Dos cuentos de Patricia Bañuelos

 

Diferencia de opinión

 

El despertador suena, sé que tengo quince minutos para desperezarme y salir de la cama antes de que suene una vez más. No me pesa comenzar un nuevo día. No me molesta mirarme al espejo con el cabello enmarañado, los ojos hinchados y el rostro sin maquillaje, creo que pese a eso soy linda todavía. El agua tibia en la regadera me reconforta. La vitalidad invade mi cuerpo al momento que siento a las vísceras reacomodarse, sonrío cuando las escucho gruñir pidiendo el desayuno.
Lo único que no me gusta del ritual del nuevo día es enfrentarme con ella. Esa discusión en el cuarto de baño arruina la mañana dejándome de mal humor. Hoy no pienso discutir, que te valga madre, me dije, tú tranquila. Salgo de la regadera, me seco el exceso de agua y la encaro decidida. Esperé a que dijera todo lo que tenía que decir. Confieso que me costó trabajo contenerme, respiré profundo y le dije: No comparto tu opinión, pero la respeto; ahora si me disculpas, me voy a vestir. Bajé de la báscula con toda la dignidad que me fue posible y olvidé todos los kilos de más que me echó en cara.

 

 


 

Bon Appétit

 

¡Cómetelo! No es un susurro, es una orden, la voz en mi cabeza suena como un comando armado apuntándome a la sien. Me lo comí.

Soy cobarde, lo sé. Quizá no pase nada si alguna vez digo no, pero no me atrevo a contradecirla. Esa voz no permite margen de negociación, no acepta pretextos, mucho menos falta de apetito. ¿Qué no tienes hambre? Eso déjaselo a las nenitas anoréxicas, tú eres de otra especie, recita con tono cínico burlándose de mí. ¿Soy otra especie de qué?,  pregunto, seguro da por hecho que soy un monstruo.

Esa voz es igual a mi madre, autoritaria sin piedad a la hora de la comida. Recuerdo la manera en que me presionaba a ingerir cosas que no quería, o a comer más de la cuenta. ¡Te lo comes! Quiero ver ese plato limpio, no te levantas de la mesa hasta que termines todo. Se me podían gangrenar las piernas colgadas de la silla, mientras contemplaba el sebo flotando en el caldo helado apelando a la misericordia que rara vez conocí en ella. Alguna vez me quedé dormida sobre el plato, desperté una hora más tarde para enterarme que ya se había acumulado la comida con la cena y yo, seguía sin poder comer algo más.

Una no sale ilesa de una infancia así. Se volvió una obsesión obedecer al pie de la letra sus mandatos alimenticios. Muchas veces logré engañarla, o al menos eso creí. Fertilicé las macetas alrededor del comedor vertiendo en ellas los chayotes y las calabacitas sobrecocidas que tanto odiaba, hice lo mismo con el agua de alfalfa que alguna vez se le ocurrió preparar. Resistí hasta donde pude con tal de no comer, tapé la taza del baño con aquello que no podía tragar y escondí detrás de la cómoda ese bistec entero que ella encontró meses después enmohecido y pegado a la pared. ¡Ahora te lo comes así! Gritaba furiosa mientras servía el filete verdoso en un platón colocando los cubiertos a mi derecha. Fue la única vez que desistió de sus amenazas y lo hizo hasta que corté el primer trozo llorando desconsolada, pensando que no tendría escapatoria.

Mamá salió airosa de su misión, aprendí a comer de todo sin chistar, dejé siempre el plato impecable, sin sobras de comida. Más adelante tuve que lidiar con ese protocolo estúpido que dicta dejar algo a la educación, lo cual va en contra de mi filosofía. A pesar de que mi madre quiso enmendar su error cuando se dio cuenta de que empecé a comer de más, ya fue demasiado tarde. Su conteo de calorías no importaba, aunque me arrebatará el pan de la boca o señalara despectiva los efectos antiestéticos de la alimentación sobre mi fisionomía. Hizo de todo con el fin de apaciguar mi compulsión; pero fue inútil, no pudo revertir el daño que ella misma causó.

Lo he intentado, no puedo detenerme. La voz  que sembró en mi cabeza no me deja en paz, insiste, presiona sin piedad, ordena: ¡Anda, pide más!, eso no lo has probado nunca. Titubeo un poco, ya ni siguiera pienso en los estragos de mi sobrepeso y en lo urgente de una dieta. Esa vocecita me persigue a todas partes susurrando, la escucho hasta en sueños y hace que me atragante. La pesadilla se ha vuelto recurrente, tal vez no le falta mucho para hacerse realidad. En ella me veo traicionada por los esfínteres y las válvulas al mismo tiempo, un Big Bang intestinal explotará dentro de mí, arrojando al exterior comida sin digerir por la boca, ojos, nariz y oídos, si es que me atrevo a dar una mordida más. Y sin embargo, lo consigo. Un bocado y luego otro, suprimo el reflejo de la náusea al momento que siento expandirse mi capacidad estomacal.

Con el paso de tiempo seguí comiendo sin parar, desde tacos callejeros, hasta los menús de costosos restaurantes. Me volví una comensal exigente, demandando platillos ancestrales o fusiones innovadoras. Aprendí a desentrañar los misterios que encierran los esnobismos  gastronómicos, sólo para caer en cuenta de que puedo comer una garnacha por la tercera parte del precio en la cenaduría, sin tener que pagar de más por pedantes dramaturgias.

Llegué al límite de alimentarme de lo prohibido. Comencé a probar especies  en peligro de extinción. Las vísceras ya no estimulan mi paladar; ojos, testículos y médula de cuerno, dejaron de ser excitantes cuando probé los insectos, opacados en su gloria cuando los animales exóticos y venenosos llegaron a la mesa en una vajilla nueva para celebrar la ocasión.

La voz no deja de animarme, ¡vamos, tú puedes!, sabe a pollo, ya verás. Así  recita melosa cuando está de buen humor, cosa inusual últimamente. Ahora demanda, exige. Siento que abandono mi humanidad, presionada a seguir comiendo.

¡Cómetelo! Grita de nuevo devolviéndome a la realidad. Me doy cuenta que sigo con el primer bocado  en la boca. ¡Trágalo de una maldita vez que no tienes todo el día! La mandíbula se mueve como autómata, pero la carne humana es muy difícil de masticar. Paso el trozo casi entero, en realidad no puedo percibir el sabor, pese a que la sangre todavía está tibia.

Lágrimas de felicidad escurren por mi rostro, ahora soy consciente de que  no hay vuelta atrás. ¿Ves que sí podías? Tú siempre puedes. La muy maldita tiene razón, me conoce a la perfección. Seco mis lágrimas y destapo la botella del Vega Sicilia  reservado para esta epifanía. Lleno la copa hasta la mitad, aspiro jubilosa la intimidad de sus taninos dejando escapar un suspiro de placer, mientras una sonrisa mal disimulada se dibuja en mis labios. Bon appétit. Susurra orgullosa.

 

Arte ilustración – Lisk Feng

 

 

 

 – Guadalajara, México –