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El presagio

 

Por Jose Luis Buen Abad

 

Este cuento está basado en una experiencia propia durante un viaje a la Isla Jedediah en el Mar de Salish en la Columbia Británica en Canadá. Los personajes, aunque están adaptados al cuento, existen en la vida real.

 

Los residentes de la isla habían vivido en armonía por generaciones. El origen exacto de los habitantes de esta esquina del mundo se había desvanecido de la memoria colectiva. Una tradición contaba que habían llegado de ultramar en torres marinas y navíos poderosos, y transportaban animales en el castillo de popa.

Otra teoría decía que los primeros pobladores cruzaron nadando el estrecho que separa la isla de la tierra firme. Esa hipótesis era menos probable, dadas las fuertes corrientes y la baja temperatura de las aguas. Además, se sabía que existían criaturas marinas blanquinegras; normalmente se alimentaban de salmón, pero dadas las circunstancias, podrían comerse a un venado entero, ¡con todo y cornamenta!

Aun otros decían que la isla había estado pegada a tierra firme, pero se había separado durante un gran terremoto. A decir verdad, nadie sabía de dónde llegaron las dos tribus insulares. Y a excepción de los historiadores, a nadie le importaba. La pregunta era ¿a dónde irían? La isla era cada vez más insuficiente para sus pobladores. Ya eran demasiados; era una certeza matemática. El crecimiento ilimitado es imposible en un mundo finito.  Los líderes temían que se acabara la comida, el agua y el espacio para vivir. Con todo, no hacían nada, pues ellos vivan mejor que los demás.

Los habitantes de la isla vivían juntos pero no revueltos. Los borregos saltarines vivían en las tierras planas y bajas del sur. Las cabras cornudas pastaban las colinas del gran norte, en el otro lado de la caleta del Caballo Bayo. Así se llamaba a la pequeña ensenada donde se encontraban los restos óseos del único equino que puso pesuña en la isla. Se contaba que no murió de viejo, sino de soledad. Se decía también que en realidad fue azabache y no bayo. Así es la tradición oral. Se cuenta la hazaña, pero se va desvaneciendo la verdad cada vez que se cuenta otra vez. Cada narrador le va poniendo de su cosecha, o quitando, según van cambiando la moral y la ética de la época.

Hasta la fecha no había sido necesario un muro para separar a las dos tribus. Cada quien se quedaba con los suyos y nunca se mezclaban, ni en las fiestas. Cada tribu veneraba a sus muertos de forma distinta. Cada grupo creía en una explicación fantástica que les habían contado sus padres sobre el origen del universo. Los borregos tenían un dios que podía ser hombre o mujer dependiendo de las circunstancias. Este dios-diosa era asistido por un ejército de semidiosas y santos menores. Las cabras por su parte creían en una sola diosa omnipresente, omnisciente y omnipotente que les observaba en todo momento. La diferencia más grande entre las dos religiones era que los borregos creían en el destino y las cabras en el libre albedrío.

Los borregos eran de ojos grandes color marrón corrían y saltaban con sus largos copetes como mechas. Eran gregarios y rebeldes. Se les veía muy felices y eran parlanchines hasta muy tarde; sobre todo en los fandangos de las noches cálidas del verano. Las cabras, más pequeñas y elegantes, eran propias y recatadas. Se acostaban temprano y les gustaba madrugar. Se les veía muy serias y eran muy respetuosas de las reglas de la tribu. En el verano veían con desdén y desprecio desde las colinas del norte a sus escandalosos vecinos sureños. Sin embargo, algunos de ellos se sentían celosos de la actitud despreocupada de los borregos. ¡Se les veía tan contentos!

Un día, los únicos dos humanos que vivían en la isla la abandonaron, incapaces de seguir trabajando la tierra. Sus hijos ya habían crecido y se habían ido vivir a la ciudad en tierra firme, a estudiar ciencia moderna y nuevas tecnologías. Con la partida de los humanos, los borregos y las cabras se convirtieron en dueños y señores de este reino mancomunado.

El primer invierno pasó sin cambios notorios. Aunque ya había señales del problema que se avecinaba, la mayoría lo ignoró. Lo más notorio fue la temperatura que subió un poco y no hubo nieve.

La primavera se adelantó. Los tulipanes y los jacintos parecían brotar de la tierra de la noche a la mañana. Las aves regresaron con antelación de su largo peregrinaje por el continente y las flores de los arboles acentuaron con colores el paisaje de la isla. Sus habitantes se regocijaron. Se llenaron los corazones de alegría.

Sin embargo, la matriarca de los borregos presagió durante el almuerzo del primer domingo de abril que se avecinaban calamidades. Hubo silencio y una pausa tensa. Las miradas se cruzaron, algunos levantaron los hombros y siguieron rumiando su comida. Era difícil creer en el fin del mundo ante tanta abundancia. Lo borregos no eran optimistas, al contrario, pero creían que su dios-diosa y todos los santos los protegerían de la ira de la naturaleza. Todo, al final, volvería a la normalidad. Así había ocurrido desde el comienzo del tiempo. “¡Qué mal gusto echar a perder un momento de placer!”, pensaron algunos.

Las cabras celebraron la falta de nieve; tal era su ignorancia y su soberbia. Con sus patas cortas era difícil caminar en la nieve profunda. De igual forma, los borregos no cambiaron de lana ese invierno pensando que era una comodidad no tener que perder la lana de verano, que era corta y suave. Además, mientras cambiaban de lana se veían muy desalineados y sucios porque se les caía a mechones como la estopa. Les podían colgar por días. ¡Y la comezón! Irresistible comezón, sobre todo en el lomo que era imposible de rascar.

Los problemas serios comenzaron el año siguiente. Hasta ese entonces no se había experimentado escasez de comida en la isla. Cuando llegaba el invierno, los humanos hacían aparecer mágicamente pasto seco y otros alimentos del granero. Pero esta vez no fue así.

Un buen día de septiembre que quería volverse otoño, un grupo de borregos jóvenes, despreocupados y hambrientos tomó monte hacia el norte incursionando en territorio ajeno. Fueron atraídos por las moras maduras del otro lado de la bahía del Caballo Bayo. Las cabras, alarmadas, los apresaron. Fueron traídos ante el líder supremo. Un anciano de barba muy blanca, de ojos negros hundidos y sabios. Les preguntó con su voz grave y serena: “¿por qué vinieron a la tierra del norte?”. Los borregos, insolentes y beligerantes, respondieron que tenían hambre y querían comer las moras de la isla y que estaban en su derecho. No había precedente ni ley que impidiera cruzar la frontera imaginaria, pero no podía permitirse una transgresión que pudiera dar lugar a incursiones futuras. Debían tomarse las medidas necesarias y permanentes.

Se convocó a una reunión de los jefes de ambas tribus. Se discutieron diferentes soluciones. Se habló de la construcción de un muro. Se sugirieron formas de castigar a los transgresores, de leyes, de patrullas, de la necesidad de educar a los miembros de ambos clanes. La líder suprema de los borregos propuso la formación de un grupo mixto de jóvenes de las dos civilizaciones para promover el entendimiento y restaurar la armonía. “Los jóvenes nos pueden dar la solución. Confiemos en ellos”, dijo.

Pero los jefes más viejos de ambos lados, los más conservadores, objetaron. Dijeron que la historia y las tradiciones demostraban que la armonía sólo era posible si ambos grupos permanecían separados. Querían asirse al pasado, permanecer sin cambio, continuar la tradición como lo prescribían sus costumbres y rituales. Decidieron redactar un reglamento de conducta para los miembros de ambas tribus. Los jerarcas lo firmaron con gran ceremonia y declararon el conflicto arreglado.

Pero con el verano llegó una sequía sin precedente que convirtió la isla en una zona de desastre. Parecía más un desierto que la verde y frondosa isla que todos conocían. Se racionó la comida y el agua comenzó a escasear.

El gran concilio de las colonias convocó a una reunión extraordinaria. Después de tres días y noches de mucho debatir, no hubo acuerdo. Nadie quería ceder la isla al otro. Los borregos no abandonarían la isla por su cuenta. Los chivos propusieron construir un pozo para almacenar agua y graneros para la comida. Los borregos preferían morir de hambre antes de dejar que los chivos se convirtieran en señores únicos de la isla.

—¡Impensable! —decían unos.

—¡Inaceptable! —gritaban los otros.

Ambas tribus debieron abandonar la isla para buscar refugio en tierra firme. Se asignaron labores a todos los habitantes. Se construyeron balsas, velas y remos. Las cabras y los borregos colaboraron como nunca. Hubo un gran sentido de solidaridad y cooperación. Llegaron a conocerse y se entendieron mejor trabajando juntos. Pero era demasiado tarde; el invierno estaba por llegar y con las provisiones restantes la mayoría estarían sentenciados a morir. Y no estaban dispuestos separarse.

Partieron un 27 de noviembre con la corriente favorable y el viento del oeste.

Una vez que todos los borregos habían subido a las embarcaciones, la matriarca miró por una última vez la tierra de sus padres. Subió la mirada para ver las aves en su migración al sur, y remarcó: “les dije que se avecinaban malos tiempos”.

 

 

 – Seattle, Washington –