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La fuerza de la sangre/ Ana Hontanilla

La fuerza de la sangre

Tendrás que regresar a casa. Metida en el retrete guarreas el suelo, el asiento y la taza del váter. El olor a menstruación se mezcla con el de orín y amoníaco. Nunca antes has sangrado coágulos como puños. ¿Ves? Y ahora ¿qué? Recoges el grumo de sangre que al bajarte el pantalón se ha caído al suelo. Te hipnotiza y repele. Lo arrojas y lo pierdes de vista. Tiras de la cadena. El agua arrastra ese trozo de gelatina color grana; el blanco te devuelve la sensación de normalidad. Sentada, a la espera de que el flujo disminuya, las piernas se te duermen. Te debilitas. Te adormeces. No te preocupa que te falten compresas para contener la sangre. Tampoco te angustia el tiempo que estás perdiendo, aunque deberías estar en tu oficina para escribir, corregir, trabajar, escribir, corregir, trabajar. Tu vagina es un grifo descompuesto. Sentada sobre el váter te dices que tú a casa no regresas.

Tus ensayos son flojos, tus contribuciones irrelevantes; no respondes. Tu nivel está por debajo de nuestra expectativa. A veces nos equivocamos y tú encubres la decepción; a otros se les huele, a ti, no. Si hubiera más como tú, el sistema estaría en ruinas. Te lo dije. Has tirado tres años por la borda. Tiempo perdido. Dinero perdido. Cualquiera lo hubiera aprovechado, pero tú, hija, tú no respondes. Te embarcaste engañada por el espejismo de una ayuda, pero ni sabes ni puedes. Estudias día y noche, sufres desvelos ¿Qué esperabas? Después de tres años te despierta el mazo de lo que no vales. Por imprudente ahora regresas de vacío. No sé qué vas a hacer. Como no te busques un hombre…pero quién se va a casar con una don nadie. Ni siquiera sabes tener una menstruación como Dios manda.

En lugar de debilitarse, el chorro de sangre se mantiene. La joven que espera su turno da golpes en la puerta. Apilas cuatro compresas, una encima de otra, te subes y abrochas el pantalón; anudas el jersey alrededor del cinto. La chica te dice que otras personas también tienen derecho a… Sales. En la biblioteca, Jeff —tan débil, inseguro y roto como tú— te pregunta dónde estabas, te lleva esperando media hora. No sabes qué decir. Lo dudas. Lo haces. Te levantas el jersey: le muestras la mancha en tus pantalones. Parece que te pilla por sorpresa lo de ser mujer. Además de la sangre a la que apenas le dio un vistazo, algo llama la atención de Jeff. Te aparta el cuello de la camisa y te mira la nuca, luego te toma del codo, sube tu manga y recorre con un dedo las manchas de tu brazo; sobre la piel tienes una constelación de moratones. Te sueltas. No quieres que te examine en público. Y menos en la biblioteca de una escuela que se atribuye pedigrí, repartiendo ayuda a estudiantes internacionales. Pero tú, como estudiante, no tienes el nivel de su alcurnia; te falta mirada crítica, rigor, capacidad y no quieres que se sepa. Te acomodas la ropa, la manga y el jersey, tomas tu mochila, sales de la biblioteca, Jeff va detrás de ti. Tendrás que volverte a España y solo de pensarlo sangras.

Jeff saca el jabón antibacterial para desinfectarse las manos. Debes ir al hospital. Esto no es nada, durmiendo se me pasa. Jeff te dice que no. No sabes cuántas veces él te repite que debes ir al hospital; no sabes cuantas le contestas que esto no es sino cansancio. Él insiste, puede ser algo serio. Coge tu mochila y vamos a urgencias. No, márchate, déjame ir a casa. Tienes que dormir y ponerte a estudiar, además, ninguno de los dos estáis para perder tiempo por la tontería de la regla, y menos al final del semestre. Y él. Tienes razón, basta de perder más tiempo. Toma tu mochila, te sujeta del brazo y te lleva a su coche, tú no puedes oponerte, no tienes fuerzas.

Antes de encender el auto, Jeff vuelve a desinfectarse las manos, tú le preguntas, ¿Te molesta que sangre? ¿Qué? En cuanto me dejes en el hospital, te marchas. Lo dices con molestia, con furia, con odio, con tristeza. Está bien, responde.

Pero Jeff no se va. No lo dejan. Debe de permanecer hasta saber si te admiten o te regresan a casa. Solo tú sabes que no vuelves. La orden lo incomoda, sin embargo dice que aprovechará para avanzar sus lecturas. Mientras, el camillero te acomoda en una silla de ruedas y te obliga a dejar la mochila, con tus libros y notas de clase. Ese hombre te trata como a una invalida, el espejismo de otra ayuda. Tú sabes que estás acabada y te arrepientes de haber dejado que Jeff te presionara. Debiste haber ido a casa para descansar, dormir y trabajar, lo habrías hecho, resistirte si no estuvieras tan molida, y lo habrías hecho, pasar todos los exámenes, sino fueras tan inútil.

El camillero te encierra en un cuarto sin ventanas con olor a formol. El reloj frente a la camilla marca las once. Una enfermera te ordena: quítate la ropa, ponte este pijama, siéntate en las toallas, abre las piernas. Te mira, vuelve a repetir la instrucción. Al final lo hace por ti. Te mide la tensión, muy baja; te mete termómetro en la boca, temperatura normal; te clava una jeringa y llena tres tubos. De tus venas sale té de frutas silvestres. No queda casi sangre y la poca que hay te la quitan.

El ginecólogo se sienta delante de tu vagina, ningún saludo, guantes e introduce los dedos. No usa la palabra aborto, pero tan pronto como brota el primer coágulo, te pregunta si has tenido uno por tu cuenta. Reconoces esa calva. Tú has visto esa cabeza deambular por pasillos de humo y olor a tabaco.

Ni siquiera eres capaz de tener una regla sin levantar las sospechas de un crimen. Hasta para eso eres una negación. Sus manos te presionan las paredes del útero, buscando señales de un delito. Dices que no; que no has abortado por tu cuenta. Sigue hurgando. Quieres incorporarte, darle un manotazo, estrangular con tus muslos a ese calvo. Juras no volver a aquellos corredores de tabaco y humo y mucho menos de vacío. Saque las manazas que la sangre con que me embadurna las piernas es menstrual. ¡Ahí dentro no hay ningún aborto! Gritas y el hombre se va sin darte ninguna respuesta.

Entra la de servicios sociales, te examina la espalda, el culo, el cuello. No sabes si se alarma o se entusiasma con tu caso. Saca una cinta del bolsillo. Una por una, anota tamaños, formas y colores de tus moratones: conejo violeta de tres centímetros, langosta purpura de cinco. Tú hueles la sangre, pero no te ves esas manchas. ¿Tienes novio? Niegas con la cabeza. No te avergüences, confía en mí. ¿Eres víctima de violencia doméstica? Dices que no y, aunque los ojos no alcanzan a ver tus cardenales, repites que nadie te pega. ¿Tienes SIDA? Has mantenido relaciones sexuales o compartido jeringas con algún infectado. Piensas en cómo podrías tú haber contraído el virus y no lo recuerdas. Recuerdas tu sangre contaminando el retrete de la universidad, los escalones de la biblioteca; la ves empapando toallas en la sala urgencias. Tus síntomas son los de alguien con SIDA. También son los de haber tenido un aborto ilegal, de ser víctima de la violencia doméstica. Miras el reloj. Cada segundo que pasa cuenta y no te importa. Te expulsarán de la universidad, pero tú a casa no vuelves y menos de vacío.

La mujer anota que la enferma niega estar infectada, el sangrado continúa. Te mira de arriba abajo, tranquila como un lirio. Se va. Te entra sueño. Te tocas los pies, las piernas, los muslos; te olfateas las manos. El olor a sangre te mantiene alerta.

Un hombre entra, se presenta, el oncólogo, trae buenas noticias: no tienes leucemia. Tú ni te alegras, ni entristeces. Esto no es más que una jodida menstruación y te quieres ir. Te incorporas, pero el hombre te recuesta sobre la cama y hace que te tumbes. Debes permanecer en observación, dice. No tienes cáncer, pero no se sabe qué te pasa, se encamina a la salida. Cierras las piernas. No vas a perder más tiempo con quienes te clavan preguntas, dedos y jeringas. ¿Observación? Ustedes ya han visto lo que tenían que ver. Todavía quedan unas horas para entregar los trabajos y no vas a dejar que … Metes la mano en las toallas empapadas de sangre, te incorporas y las colocas a tu lado. La inquietud del oncólogo te alienta. Te untas los brazos de sangre. Estás contaminada de abortos, abuso, VIH. El hombre se coloca delante de la salida y te sientes atrapada. Apártate. No se mueve. Saca un teléfono, habla de crisis, siquiatra…transfusión…O negativo.

De las toallas extraes un coágulo que tiembla sobre la palma de tu mano. Te lo restriegas por las piernas, el trasero, el abdomen, el rostro. Te pones de pie y de tu vagina caen a las baldosas gotas de sangre. Las pisas y extiendes por el suelo. El médico quiere que entres en razón. No entiendes tu estado. Puedes morir desangrada o de una hemorragia. Hundes la mano en las toallas, coges otro cuajo y amenazas con untárselo a él. Tus ensayos son flojos, tus contribuciones irrelevantes; no respondes. Tendrás que regresar. Estás exhausta, pero el olor a sangre te da fuerza. El oncólogo repite tus palabras por teléfono, no sabes a quién se las dice, pide que venga el novio… Comuníquense con la universidad. Te lo dije. Has tirado tres años por la borda. Tiempo y dinero perdido. Te embarcas engañada. ¿Qué esperabas? El médico abre la puerta. Jeff, pálido y temblando, entra. Cálmate. Estás enferma, escúchame, Juana. Jeff me toma del brazo. Te darán un incompleto, seguro que te prorrogan la beca. Sueltas el coágulo y te derrumbas sobre la camilla. La enfermera entra con una bolsa de transfusión. Tendrás un año para demostrar que no eres un fracaso. No te devuelven a casa; no regresas con las manos vacías. El año que viene en abril te vendrá puntillosa otra vez la regla. Si para entonces no terminas tus ensayos, nadie te obligará a venir por el hospital.

Copyrigth. Ana Hontanilla
Department of Languages, Literatures, and Cultures
The University of North Carolina at Greensboro