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La Religiosa

 

Por Michel M. Merino

 

Aburridas. Insípidas. Así lucían todas las mujeres en el bar para Edgar. Las había tenido ya de todas edades, figuras y apariencias, y cada una le resultaba menos interesante que la anterior. Estaba fastidiado de la misma rutina de todas las noches. Sentado en la barra con la mirada perdida en el fondo de su vaso, el joven consideraba una vez más la idea de ampliar sus horizontes. Pero, ¿hacia dónde?

—No pareces muy contento.

Edgar salió de sus pensamientos, encontrándose con una elegante aunque poco atractiva mujer parada a su lado.

—¿Por qué lo dices? —inquirió, tratando de disimular su inquietud.

—Tus ojos —respondió ella—. Tus ojos te delatan.

—Te equivocas —mintió, y dio un sorbo a su whisky.

—Ah, ¿sí?

Lleno de curiosidad, Edgar fijó toda su atención en la mujer del escotado vestido azul marino.

—Pareciera que me conoces muy bien.

—No —replicó ella, sin mucho interés—. Es sólo que todos ustedes son iguales.

—Cosmopolitan para la dama —interrumpió el barman, colocando la copa sobre la barra.

—Gracias, querido —dijo la mujer, guiñándole un ojo.

—¿Qué quieres decir? —continuó Edgar, casi ofendido.

—¿De verdad debo explicártelo?

Con una socarrona sonrisa, la mujer tomó su cóctel y se retiró a una de las mesas del fondo a beber, sola.

—¿Quién es la dama? —preguntó Edgar al barman.

—Ni idea —respondió el otro, indiferente—. Nunca la había visto.

Intrigado, Edgar tomó su bebida y se abrió paso entre los amantes dolidos y ebrios tristes hasta la mesa de la misteriosa mujer.

Con la música suave de fondo y varias rondas de tragos encima, Edgar y su nueva amiga se divertían como si llevasen años de conocerse.

—Nunca había conocido una mujer tan interesante como tú, Marela.

—Oh, yo creo que sí. —Marela libó de su copa mirando directamente a los confundidos ojos del hombre—. Todas somos interesantes, Edgar. Lo que pasa es que nunca te has molestado en averiguar qué hay más allá de nuestra entrepierna.

—Bien, ya entendí —respondió él avergonzado—. No hay por qué arrancarme la cabeza.

Edgar dio un largo trago a su bebida para tratar de deshacerse de la tensión.

—Me agradas —confesó ella, acariciando sus labios seductoramente.

—Gracias —balbució Edgar, sorprendido—. Tú también me…

—Conozco un lugar más privado no muy lejos de aquí —le interrumpió—. ¿Por qué no vamos y así terminamos de conocernos?

Edgar no supo qué decir. Su intención nunca fue acostarse con Marela, y ahora ella se le estaba insinuando.

—¿O es que no soy lo suficientemente bonita para ti, galán? —añadió, deslizando sugerentemente sus dedos entre sus pechos.

—¡No! Eres… preciosa —dijo Edgar—. Salgamos de aquí.

Tras los gruesos muros del cuarto de hotel, la pareja se besaba con tal intensidad que parecía como si hubiese estado deseándolo desde que se vieron. Ambos fueron despojándose de su ropa, casi arrancándosela, hasta que sólo quedaron sus cuerpos desnudos. De repente, Edgar quedó paralizado.

—¿Estás bien?

—Sí —respondió el joven, agobiado—. Sólo necesito un momento. —Y sin dar mayor explicación, corrió y se encerró en el baño.

El sonido del agua corriendo brindaba un leve sosiego a un cada vez más confundido Edgar que se mojaba el rostro tratando de espabilarse. Había algo en aquella mujer que lo ponía especialmente nervioso; algo que la distinguía de todas las mujeres con las que había estado antes. Marela no era guapa; apenas si era atractiva; sin embargo, su sola presencia era embriagadora y se volvía imposible prestarle atención a cualquier otra cosa que no fuera ella. Edgar podía sentir cómo con cada beso y caricia se disparaba su libido a niveles que jamás hubiera imaginado. Era simplemente espectacular. Finalmente había encontrado esa experiencia nueva y distinta que tanto había deseado. ¿Pero entonces por qué? ¿Por qué no podía disfrutarla? Desde el primer momento en que Marela le habló en el bar…

—¡Eso es! —murmulló.

Marela había estado llevando las riendas de toda la noche, y aunque Edgar lo había disfrutado, su orgullo de hombre se resistía a someterse.

Secó su rostro con una de las acartonadas toallas que había en el baño, infló su pecho en actitud dominante, y volvió a la habitación.

—¿Qué haces?

—Nada —respondió ella de súbito, ocultando sus manos—. ¿Ya estás listo?

Edgar trepó a la cama tratando de no darle mayor importancia al asunto, pues ni él mismo estaba seguro de qué había visto, pero podría jurar que Marela estaba rezando.

El sexo era increíble. Sus jadeos y bramidos podían escucharse afuera, en el pasillo. El chocar de sus cuerpos era tan fuerte que hacía eco en toda la habitación. El calor ahí dentro era tórrido, sofocante.

Marela gritaba a todo pulmón, mientras Edgar bufaba encima de ella, embistiéndola igual que una bestia.

—No pares. ¡No pares! —gritaba Marela.

Edgar se detuvo, exhausto.

—Necesito un respiro.

—He dicho: no pares.

Marela rodeó las piernas de Edgar con las suyas y lo apretó con fuerza contra su cadera, obligándolo a introducirle su miembro hasta el fondo.

Edgar aulló de dolor al sentir docenas de púas hincándosele en las piernas.

Marela lanzaba alaridos de placer, mientras Edgar poco a poco iba perdiendo dominio sobre su cuerpo, y se sumergía en la horrenda mirada de los ojos verdes y saltones de la criatura.

Y es así como, entre lascivos y aciagos gemidos, la hembra utiliza sus piernas para controlar la pelvis del macho y obligarlo a penetrarla, reanudando de esta forma el apareamiento.

La hembra, inmersa en el éxtasis sexual, hace uso de sus poderosas mandíbulas para arrancar trozos de carne de la cabeza de su infortunado amante que, aun decapitado, es forzado a continuar con la mortal cópula.

Llegado el clímax del acto reproductivo, la hembra lanza un poderoso chillido indicando que ha quedado plenamente satisfecha, libera el cuerpo de su finada pareja, y da por finalizado el coito fumando un cigarrillo.

 

– Ciudad de México –

 

La mante religieuse – Oscar Domínguez