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Los elegidos

 

Dijeron que era el fin del mundo . Era sólo el principio. No para nosotros, empero: nosotros fuimos los elegidos, los obreros de la tierra, los que nunca creímos. Pero entonces miramos hacia el cielo, y los líderes convocaron las mayores asambleas de nuestro tiempo. Decidieron no hacer nada, en espera de un movimiento revelador de parte de ellos. Al final, no tuvieron que esperar, aunque tampoco pudieron remediar nada.

Ellos bajaron en relucientes globos de sílice, transformados en la viva imagen de la victoria. No necesitaron despliegues de fuerza. La mera estatura de sus embajadores que dejaban en ridículo a nuestros gigantes más imponentes, fue suficiente para disuadir a los ejércitos.

Toda comunicación humana fue suspendida.  Los carros dejaron de rodar por los caminos polvorientos. Los barcos encallaron para siempre y todo rastro de alas de acero se perdió en el relumbre insistente de un sol enardecido. Nos dijeron que la tierra requería un pueblo inteligente, que los mares se veían negros con el cinismo de los que habían enterrado banderas blancas en sus orillas.

No tardaron en preparar el desalojo. Fue un contacto breve, ya que deseaban poner distancia de por medio lo más pronto que el tiempo de nuestra decadente esfera planetaria lo permitiera.

Apenas vimos unos cuantos, formando una valla alrededor de cada población, coordinando cada movimiento.

Traían un raro olor,como a sangre rancia. Y se superponía al aroma de hulla de las mujeres y al de sudor de los varones, quienes avanzaban lentamente con sus pertenencias al hombro, hacia la hilera interminable que conducía al campo de las naves.

No sé qué sentimos cuando pisamos por primera vez lo que ha sido nuestro hogar por diez años: un vértigo que había estado esperando para aflorar hasta ese instante, o tal vez un dolor agudo, como si alguien nos hubiera punzado el corazón con una pica helada.

Y los globos subieron, subieron, hasta que la lluvia estallaba debajo de nosotros, y el rumor de las lágrimas se transformó  en un eco de lo que dejábamos atrás.

No abandonamos el mundo, fuimos expulsados. Con una carga que sólo los dioses podrían soportar, fuimos condenados a llevarnos la tierra fértil en nuestros recuerdos infértiles. Ahí atrapada se desdibuja día tras día, o noche tras noche (pues día y noche degeneraron en una historia que nos contamos cada vez menos).

Nos hicieron recorrer la vastedad del universo, tan perdidos como una semilla soplada al viento sobre un lago inconmensurable. Entrañando los elementos, imaginamos el sordo chapotear del agua alrededor de los tobillos, cubiertos por un silencio abrumador que lo rodea todo y se escurre como el sonido hasta dejarnos marcas en el cuello.

El nuevo pueblo elegido recuerda el día en que ellos bajaron como el fin del mundo, aunque probablemente, ahora el mundo esté más tranquilo. Y, al igual que los pueblos nómadas de antaño, buscaremos sin ninguna esperanza el lugar que será nuestro túmulo.

 

Claudia Olvera