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Rumbo al norte

 

 

Por Sixta Morel

 

La camioneta pasó por ellos a la plaza del pueblo. Al subir dejaron de ser cuatro, y se convirtieron en un grupo de desconocidos. Pedro miraba a su mamá cada vez que podía, buscando su respuesta entre tantas caras. Ella le volvía a pasar las manos por su pelo negro y aguantaba las lágrimas mientras evitaba mirarlo a los ojos.

Ese día comenzó mucho más temprano que lo usual. Pedro despertó sintiendo cómo las manos de su madre sacudían su cabello suavemente. No estaba seguro de qué hora era, pero el ardor de sus ojos le decía que al sol le faltaba mucho por asomarse. No hubo tiempo para quejas ni preguntas. Aturdido por el sueño, solo atinó a seguir las ordenes que, en voz baja pero firme, le daba su madre:

—Ponte el pantalón largo, una camisa gruesa y trae el abrigo.

El resto de sus cosas estaban empacadas en dos bultos pequeños. En su casa, además del silencio de la madrugada, reinaba una calma que daba miedo. Todos caminaban como si supieran qué hacían o adónde iban. Sus primos, Mario y Leandro, terminaban de armar sus mochilas. En sus caras pudo percibir cierta emoción, mientras él seguía sin entender a donde iban y por qué no estaba en su cama a esa hora.

Ya iba saliendo de la casucha, cuando su madre le dijo que fuera a despedirse de mamá Marina. Sin estar acostumbrado a las despedidas, y sin haber tenido que hacerlo nunca antes, le preguntó a su madre:

—¿Por qué tengo que despedirme de ella? ¿Acaso no regresamos más tarde? además, ella debe estar dormida.

—Ve. Despídete, que no sé si regresamos hoy. De todas formas, ella está despierta.

Sin pensarlo dos veces, sus pies comenzaron a moverse en dirección a la cama de la abuela. Al pasar por la cortina que dividía la sala del cuarto, sintió que el olor a bay rum se le metía por cada orificio y se sorprendió al verla. Estaba sentada, con la misma bata remendada de siempre, empuñando un pañuelo en una mano, y un rosario de madera en la otra.  La luz de una vela le iluminaba la cara y a él le pareció que la abuela sudaba.

“Qué extraño. A esta hora no hace calor”, pensó. Él quiso darle un beso de bendición rápido, pero ella lo abrazó muy fuerte. Sintió su cara mojada, mientras casi se quedaba sin respiración. La abuela no dejaba de besarlo, y fue cuando se dio cuenta de que el brillo en su cara no era sudor. Mamá Marina lloraba a mares y él no entendía por qué.

Ni la madrugada, ni el rosario, ni las lágrimas tenían sentido. Pero la voz de su madre seguía guiándolo, paso a paso, sin permitirle pensar ni sentir, sin dejar tiempo para preguntas o despedidas largas.

Ella no tuvo el valor de ir a despedirse, así que lanzó un beso al aire en dirección de la casa, mientras secaba sus lágrimas y se cubría para que el niño no las viera. El camino era largo. Ella sabía que, si se quebrantaba el primer día, todo sería aún más difícil. Sus sobrinos, al contrario, iban emocionados, casi corrían con sus mochilas llenas de esperanza.

Sólo cuando llevaban un par horas viajando en la cama de la camioneta, y cuando el sol les comenzó a calentar sus caras, es que Pedro abrió los ojos, y se atrevió a preguntar dónde iban. Su madre, con ganas de que no fuera cierto, se atrevió a decirle que quizá no volverían. Iban más allá de la salida del pueblo. El futuro quedaba a unas cuantas fronteras de distancia y ellos estaban recorriendo sólo el principio.

Cerraron los ojos para no llorar. Volvieron a dormirse, deseando que cuando despertaran, el olor del chocolate con canela de Mamá Marina les abrazara y les hiciera volver a la mesa donde siempre les esperaba.