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Una experiencia culminaría

Al apuntar el alba, el pueblo de Santa Rosa empezaba a desperezarse para hacerle frente a la consuetudinaria rutina bajo un sol reverberante que quemaba las entrañas. El termómetro no cesaba de marcar sus inclementes 30 grados centígrados (o Celsius) sin permitir a sus habitantes un solaz y bien merecido descanso.
Las llamas del fogón de la cocina se despertaban de su incandescente sueño, listas para sostener el calor de las ollas que muy pronto iban a deleitar los paladares con sus autóctonos potajes. Juana se levantó sin siquiera sospechar que no solamente se aprestaba a avivar las llamas soplando al rescoldo de las brasas del fogón, sino que también estaba a punto de encender el ambiente lúgubre y sombrío de la triste cocina con un barullo nunca antes experimentado en esa casa.
En ese momento se oyeron unos dedillos débiles tocar a la puerta. Al abrirla se encontró con un muchachito pálido y desnutrido que traía un mensaje de Josefa, mamá del feble enviado. Al leerlo, Juana abrió los ojos y, sorprendida, exclamó: ¡Ay, no! ¡Josefa no viene hoy! Eso significa que he de poner en práctica mis inexistentes habilidades culinarias y salir del paso como pueda –se dijo a sí misma, con trepidación y angustia.
El cacareo de las dos gallinas que revoloteaban por la cocina la hizo volver otra vez a la realidad. En un instante reparó que en sus manos tenía una inapelable tarea a su alcance. Enmudeció al percatarse que ella nunca le había torcido el pescuezo a alguna ave, ni tenía las mínimas ganas de aprender a hacerlo. ¿A quién se le ocurre regalar algo así? ¡Nada más, y nada menos, que un par de gallinas gordas! ¡No una, sino dos! ¡Esto es el colmo!
Ensimismada, procedió a mirar por toda la cocina para ingeniárselas y ver si se le iluminaba el cerebro con alguna fórmula mágica para proceder con su plan de ejecución. La gallina arisca pareció intuir que sus minutos estaban contados. Empezó a zigzaguear y a menearse, haciendo un barullo ensordecedor. Su socia decidió unirse a ella en su desesperada danza para conservar la vida.
El cacareo, cada vez más estrepitoso, y las acrobacias de las infelices aves intentando huir del cadalso y de su inminente ejecución impedían que Juana pudiera tramar su próxima jugada. Callada y absorta, se arremangó las angostas porciones de su blusa que le cubrían brazos y antebrazos y quiso dar alcance a una de las super gallinas, la cual cada vez más rápidamente emprendía su veloz carrera, desparramando plumas por todas partes, para no llegar a convertirse en manjar, de nadie.
La lucha continuaba. Juana aseguró el cerrojo para que el ave no emprendiera vuelo y se esfumara de sus manos. En ese momento, en menos de lo que canta un gallo, al oír el alboroto que se armaba en la cocina, las dos niñas de Juana corrieron hacia la puerta y se encaramaron en un banquillo, para poder divisar a través de la ventanilla, protegida con barrotes, el predictible espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos.
Por fin, Juana sujetó fuertemente a su perseguida, la cual obstinadamente quería salir de allí a como diera lugar. ¿Y ahora qué? –se preguntaba la ahora azorada ama en su novel oficio de verdugo, sin tener idea de cómo proceder a consumar lo que consideraba poco menos que un asesinato.
Ya resignada, abrió una gaveta y se encontró con las tijeras de cortar el perejil y otras hierbas, y decidió ponerlas a buen uso al estilo francés, en calidad de guillotina. Además de ser pequeñas para su improvisada nueva función, lo que no sabía Juana era que su instrumento de corte estaba oxidado y sin afilar, lo cual dificultaba aún más su irremediable tarea.
La gallina trataba de escabullirse a cualquier costo, pero Juana no podía darse por vencida y empezó su siniestra tarea. Haciendo de tripas corazón, cerró los ojos y siguió corta que corta, hasta que las voces de las niñas, que, horrorizadas, miraban la patética escena, la rescataron de su odiosa tarea: Mamá, mamá: déle la bendición para que se muera rápido y se vaya al cielo –imploraban y repetían, sin cesar.
Descabezada, el resto de la gallina corría y corría por toda la cocina, ejecutando saltos descomunales, mientras las niñas, levantando las manitas y su vista hacia arriba, le pedían a su Dios que se la llevara a su reino.
Súbitamente, aterrorizada la madre de ver que los animales, que se suponía habrían de haber muerto ya, continuaban su macabra y caótica marcha con más brío que un gallo en celo, de un fuerte aventón cerró la puerta y, despavorida, salió a unirse al rito de las niñas y esperar a que se produjera el milagro.
Una vez sentadas a la mesa, una de las niñas, escarbando el plato con la cuchara, y sin probar bocado del suculento caldo de gallina que Juana había preparado, un poco desconcertada, le preguntó: Mamá: ¿Cómo es que la gallina está aquí en el plato, si se supone que está en el cielo?… Come, que se te enfría la comida –le contestó la afligida progenitora, mirando hacia otro lado.
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