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Una tarde/ José Luis Cubillo

UNA TARDE
Estaba en la ciudad X y era sábado por la tarde. Acababa de comer y había llamado a casa para ver cómo estaban todos. Mi mujer me contó que mi hijo había llegado anoche muy tarde, cerca de las cinco. Le teníamos prohibido que llegara más allá de las dos cuando yo estaba fuera. Pero le daba igual. Estaba en esa edad difícil en la que se creen que lo saben todo y nada más que piensan en ellos mismos. Cuando salía, mi mujer era incapaz de dormirse hasta que oía la llave en la cerradura a su regreso. Se pasaba por eso toda la noche en vela en un permanente estado de tensión que aumentaba según transcurrían los minutos. Le había castigado con no salir más durante el resto del mes.
Por otro lado mi hija estaba encerrada en su habitación en un llanto permanente. Había tenido una nueva discusión con su novio y por más que su madre y yo le habíamos insistido en que ese chico no le convenía no quería dejarle. Parecía que le gustaba sufrir. A veces pensaba que era tonta.
Mi mujer estaba deseando verme. Según pasaban los años se le hacía más cuesta arriba las dos o tres semanas que de cuando en cuando yo tenía que permanecer fuera de casa por motivos de trabajo. La semana próxima regresaría. Le pedí un poco de paciencia.
No sabía qué hacer el resto de la tarde. El casco histórico de la ciudad me lo conocía al dedillo. Casi podía hacer de guía turístico. En la semana que llevaba allí debía cruzar por él para ir a cualquier sitio. A menudo me había parado delante de los monumentos a contemplar a los turistas con sus ropajes pintorescos, sus mapas en las manos y sus cámaras de fotos colgando del cuello. Ellos sí que eran un espectáculo. Eché a andar sin rumbo fijo.
Pasé por delante de un cine. Ver una película era una manera como otra cualquiera de echar la tarde. Tenía tres salas y el vestíbulo estaba completamente vacío. Programaban películas en versión original. Una era china, otra sueca, y la tercera de un país del este. Observé con atención los carteles de cada una. El de la china tenía unas indefinidas figuras recortadas como marionetas sobre una sábana blanca y mucho colorín alrededor tipo jeroglífico. Era difícil saber de qué trataba. Podía ser lo peor o lo mejor. El de la sueca mostraba a una mujer asomada a una ventana a través de la que se veía al fondo, difuminado por las gotas de lluvia que escurrían por el cristal, a un hombre en una solitaria playa caminando hacia el mar. Seguramente sería deprimente. El de la tercera, la del país del este, mostraba a unos hombres disparándose parapetados tras unos coches y gente corriendo a su alrededor enloquecida. Ésta al menos parecía tener algo de acción. Podía estar entretenida.
Pedí una entrada. Mientras me retiraba de la taquilla y comprobaba los datos correctos de la hora y el número de la sala escuché a mi espalda que alguien también pedía una entrada para esa misma película. Me volví sorprendido y comprobé que se trataba de una mujer. Como todavía quedaban diez minutos para que comenzara la película me fui al bar a tomar una copa.
Mientras permanecí en el bar no vi a nadie. Luego, cuando me encaminé a la sala, tampoco. Miré de nuevo la entrada y mi reloj para comprobar que era la hora correcta, ante mi extrañeza por la ausencia de espectadores que daba al cine una sensación de abandono. Como en efecto ya era la hora entré. La sala estaba completamente vacía. Me senté por la parte de atrás. A punto de empezar la película, cuando ya pensaba que iba a ser el único espectador, llegó la mujer que había sacado la entrada después que yo y se colocó unas filas por delante de mí en una butaca al lado del pasillo. Podía observarla de cuerpo entero. Vestía un traje de chaqueta beige. El pelo lo tenía recogido en un pequeño moño. Era atractiva. Cruzó las piernas y uno de sus pies se quedó balanceando sobre el pasillo. Tenía unos tobillos finos y las pantorrillas perfectamente torneadas. Sus muslos eran firmes pero desaparecían demasiado pronto bajo la falda. Mientras rebuscaba en su bolso pude observar que tenía una nariz graciosa, como de muñeca, y unos labios brillantes y carnosos. Algunos cabellos se habían escapado del moño y se arremolinaban sobre la nuca. Del bolso sacó unas gafas de patillas finas que se puso mientras empezaban los títulos de crédito. Le daban un aspecto de intelectual. Me preguntaba qué haría una mujer como aquella allí. Sabía por qué estaba yo, pero ¿por qué estaría ella?
La película era una pesadez. Se limitaba a largos diálogos seudo filosóficos entre distintos grupos de personas extravagantes sin un claro hilo común salvo el derrumbe implacable de un país del este que no acabé de enterarme muy bien de cual se trataba. Las imágenes del póster no las vi por ningún lado aunque es cierto que a lo largo de la película di tres o cuatro grandes cabezadas. De la última me despertó la música chirriante de los títulos de crédito.
En cuanto se encendió la luz de la sala la mujer guardó las gafas, se levantó y se dirigió hacia la salida. Yo esperé un poco para estirarme y acabarme de despertar. Luego me fui también. Cuando salí a la calle ya era de noche. La mujer se alejaba entre los viandantes. Me dirigí en sentido contrario a buscar dónde picar algo de cena. No tenía mucha hambre, todavía me repetía el tomate del bacalao que había comido, pero no quería irme a la cama con el estómago vacío. Encontré una taberna con un gran surtido de tapas y decidí quedarme allí. Cuando ya estaba a punto de acabar vi a la mujer del cine que se detenía en la puerta de la taberna a curiosear la carta, luego echó una mirada rápida al interior y siguió por la calle.
– “Vaya rollo de película. ¿Perdón, cómo dice? No, decía que vaya pesadez de película. ¿No le ha gustado? Casi me duermo. Ah, pues a mí me ha parecido muy interesante. ¿De veras? Tiene unas interpretaciones magníficas. Yo es que no entiendo mucho, pero desde luego el póster de la película no tiene nada que ver con lo que es la historia, mucho disparo entre coches y luego se pasan todo el rato hablando. Pero es que esa secuencia es el punto culminante de la historia, todos esos diálogos tienen como fin último ese duelo entre los coches, seguro que esa secuencia le ha gustado. No está mal, pero tampoco es nada del otro mundo, parece que hace un poco de frío. Sí, esta brisa le deja a una helada. ¿Quiere que entremos en algún sitio a tomar algo caliente? Como quiera. Yo me llamo Ricardo. Y yo Laura. ¿Eres de aquí? No, estoy de paso, ¿y tú? También, ¿a qué te dedicas? Trabajo en el banco J y me dedico a hacer auditorías por las sucursales de provincia, ¿y tú? Soy traductora simultánea. Ah, qué interesante. He venido al congreso sobre anorexia y bulimia. Sí, lo he visto, está toda la ciudad empapelada con carteles. Sí, la verdad es que lo han acogido con mucho interés. A mí me gustaría saber qué se cuenta ahí, tengo una hija con algunos problemas. Es un tema de plena actualidad y poco conocido. Dime de qué hablan. Verás…”
Cuando iba de camino al hotel volví a ver a la mujer. Estaba cenando en un pequeño restaurante, en una mesa pegada al cristal biselado de la fachada. Un camarero le servía un poco de vino. Otro recogía las mesas. Sólo quedaba ella. Tenía la mirada perdida en la gente que pasaba por la calle.
-FIN-

Copyrigth. José Luis Cubillo.

Madrid España