No había empezado aún la primavera cuando recibí una foto de José con mi sobrina en brazos, besándole la mejilla. Mi hermana me la había enviado por email como un recuerdo; yo en cambio la recibí como un recordatorio. Ese beso delicado como un suspiro dio con la raíz de un dolor que había sentido esos días. Yo quería volver. Es cierto que venía acarreando las soledades de un invierno inhumanamente largo, pero más que nada quería volver. Quería tener una razón para volver a mi país. ¿Sería un hombre esa razón? ¿Quizás él, José? Ansiaba alguien que me esperara; una promesa de vida. A mí me importaba un comino la carrera, pero a quién podía decirle que yo quería amor más que ninguna cosa, que solo sabía amar y ser amada, como un perro.
Quién entendería que yo no estaba hecha para esta vida. Que quería escribir, pero no ser escritora (porque odiaba a los escritores); que podía ser profesora, pero despreciaba tanto a los intelectuales como a los idiotas; que, aunque quería ser madre, incluso el colectivo “padres de familia” me paralizaba de miedo. En fin, yo solo quería volver, y todo lo que no tenía se resumió en esa fotografía. Yo, que estaba buscando el amor en otras partes, lo encontré tan crudamente allí, en una pantalla. No sé si fue porque había conocido el amor con el ejemplo de mi familia, o quizás porque a menudo, deseando inconteniblemente a algún hombre, me había sorprendido pensando: “esto es lo que hace girar el mundo”. Como quiera que fuese, cuando vi la foto supe que ya el amor y la familia serían para mí, irrevocablemente, la misma cosa. Debió haber sido lo primero, porque mi familia era envidiablemente funcional. No sé si feliz, pero funcional.
Funcionábamos casi como una máquina. Cuando mi madre murió, por ejemplo, los demás asumieron un rol compartido para suplirme su falta mientras yo crecía. Mi padre fue casi todo; él se encargaba de mí a diario, me daba de comer, me peinaba, me educaba. Mi padre fue el amor, la sabiduría, el consejo, que al mismo tiempo era sentencia. Fue el ejemplo, la tenacidad y la disciplina. Mi hermana asumió la admiración de madre; me creyó siempre capaz, mejor que todo el mundo, y minimizaba mis obstáculos con frecuencia. Con ella fue la complicidad y las largas conversaciones en pijama. A mi hermano le tocó la ciega compasión; él aprendió las palabras que se sentían como bálsamo en mi alma quebrada. Me decía: “chiquita, bonita, ya está”. Él fue siempre bondadoso conmigo, no así con el resto de la gente. Sólo a mí me reservaba su infinita indulgencia.
Por eso no puedo decir realmente que me faltó mi madre. Ellos se juntaban y ahí estaba ella, repartida como un milagro. Así asistió a los momentos importantes de mi vida, a los más duros y a los más felices. Así funcionó la maquinaria de mi familia cuando tuve, por ejemplo, que hacer maletas para dejar a mi esposo infiel y al hogar que había construido piedra por piedra. Cada quien hizo lo suyo. Mi padre se silenció sobre el sillón, que es lo que hacía cuando yo fallaba, mientras maldecía de cuando en cuando. Mis hermanos fueron conmigo hasta el cuarto de estudio para ayudarme a guardar mis libros en la maleta.
Mis hermanos eran tan diferentes el uno del otro. Me senté entre los dos, o más bien ellos se sentaron uno a cada lado, y mi hermano dijo:
—Él siempre me pareció un hombre tibio.
—Muy raro —interrumpió mi hermana—. Para qué quieres un raro.
—Sí —continuó mi hermano—, pero además un hombre tibio. Un tipo que no sabe lo que quiere.
—Pobrecito —dijo mi hermana—. Se va a arrepentir.
—Yo no quiero que se arrepienta —pensé en voz alta—. yo quiero que sea feliz.
—Siempre te entregas demasiado —replicó mi hermana, alarmada.
—¿Cómo ama uno sin entregarse? —me preguntó mi hermano a mí—, si el amor es entrega. Amar es dar.
—Y recibir —completó mi hermana, que, como mi madre, tenía las respuestas en la punta de la lengua.
—Y recibir, sí —terminó mi hermano, tan acostumbrado a tener la última palabra—, pero esa parte no la decide uno. Solo tenemos lo que damos.
Así se debatían los dos mientras yo acariciaba sobre mis piernas una copia de Las palmeras salvajes que me había regalado Sebastián cuando éramos noviecitos de universidad. Era una hermosa edición de Siruela traducida por Borges. Yo, que estaba acostumbrada a las discusiones áridas y profundamente vanidosas que le gustaban a Sebastián, me sorprendí con esta discusión en la que ambos compartían el deseo de sanarme. De alguna forma sentí que en el fondo estaban diciendo “yo la quiero más”, “yo la conozco más”, “yo la voy a ayudar más”.
Estaba en un avión cuando recibí la foto, volviendo de una conferencia de estudiantes graduados. Sentía envidia del éxito académico de otros, pero más que nada envidia de que les importe tanto más que a mí, que estaba a un empujón de dejarlo todo, muerta de ganas de tomar otro avión. Uno que me devolviera al amor. Mi vida entonces era tan desértica, tan árida, tan vacía, tan sin contacto. Yo quería volver y amar de nuevo, tener mis hijos cerca de mis hermanos y cerca del abuelo que todavía no se había puesto viejo (siempre les envidié eso a mis hermanos, que sus hijos tuvieran tanto más abuelo que los míos). Yo era aún muy joven, pero la foto me hizo sentir urgencia. José era el último soltero y se habría sentido como yo mientras cargaba en brazos la bebé de su amiga. Habrá dicho para sí: “otro niño que no es mío”, y yo mirando su foto pensaba “otra vida que no es nuestra”. ¿Por qué dejamos pasar tantos años sin decirnos eso?
Yo tenía vergüenza, porque parecía que me aferraba a él como a una tabla salvavidas, pero Dios sabe que lo amaba desde niña. Y no es cierto que él veía en mí su última opción, sino la eterna, la que había sobrevivido a los años, a otros amores, a todas las distancias. No sé si fue la soledad del invierno, la avasallante ternura de esa foto o el encuentro cara a cara con el mundillo despreciable de la academia; a lo mejor todo junto. El caso es que esa noche dormí como si mi piel no fuera mía. Porque esa vida no era mía, porque me subí en el avión equivocado y cuando me di cuenta ya todas las puertas estaban cerradas. Hice un berrinche por salir, pero me sentaron a la fuerza y quedé vencida junto a la ventana, contemplando una ciudad habitada por todas las mujeres que no fui. Ahí están; transitando todos los caminos que no tomé, viviendo las vidas que se me escapan, capturando con la cámara el beso que él le da a mi hija.
Carolina Encalada
Obra pictórica de Marc Chagall