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SOPA DE LENTEJAS

 

 

Por María de Lourdes Victoria

 

Nadie sabe guisar una sopa de lentejas como mi hermana Noris. Quizás es la marca que compra, quizás el hueso de jamón serrano que hierve en el caldo, o los trozos de plátano macho que le regatea a su verdulera favorita en el mercado. Sea lo que sea, todo aquél que ha tenido la suerte de probar ese caldo, espeso y fragante, concuerda, que de todas las sopas de lentejas habidas y por haber, la suya es la reina.

Lo que sí, es que no a cualquiera se la prepara. A mí, por ser su consentida, y por esa historia que compartimos – que de alguna manera nos ha dejado en deuda eterna – nunca me la niega. Cada vez que se entera que voy a Veracruz, mi amado puerto, se arremanga las mangas y se mete a su cocina. Ahí, en un rito secreto, exhortara los poderes de la Diosa Culinaria y se aboca a la creación de su obra maestra. Año tras año, así me recibe: con esa casuela humeante que sella nuestro pacto tácito: lentejas, a cambio de amor perpetuo. Y no cualquier amor, advierto, sino amor de aquellos: Amor De Los Buenos.

Hubo una vez, ya hace tiempo – que de no ser por estas manos arrugadas juraría fue ayer – cuando mi hermana me preparaba otra sopa. Una sopa de hojitas de árbol con tierra de jardín. Me la servía en cazuelitas de barro que nos compraban en el mercado cuando nos portábamos bien; cuando cargábamos el morral sin protestar y no fruncíamos la nariz en la pescadería hedionda de Don Chemo, cuando aceptábamos agradecidas el trozo de vaca descuartizada que Doña Petra bajaba de un gancho. Solo entonces, cuando no había quejas ni remilgos, nos ganábamos un premio, que bien podría ser unos palitos chinos, una muñeca de recortes o aquellas cacerolitas de barro con las que mi hermana me servía la sopa de hojitas en el jardín.

A la sombra del sabino, a un lado de los columpios, la Chef instalaba su cocina. El tronco, encorvado por los huracanes, era su estufa. Una reja de mangos vacía su hielera. Nadie más que ella podía preparar los menjurjes. Si osaba yo meter la mano al guisado, rápidamente me arrebataba la cuchara, una varita seca, y me mandaba a poner la mesa. Nadie sabía adornar los platillos como ella. La decoración del postre, que adornaba con los pétalos de la Copa de Oro, podía llevarle toda la tarde. Y ahí, sentaditos en una piedra enorme que era la mesa, esperábamos los invitados y yo con toda paciencia: las muñecas de trapo, mi Bambán (un negrito cucurumbé de peluche) y el gato. A veces esperábamos la tarde entera, pero no nos quejábamos. Apreciábamos su sazón.

En la playa, los banquetes eran de lujo. Mientras ella moldeaba los pasteles de arena yo, su afanada pinche (esencial ayudante de cualquier Chef de renombre) iba y venía, acarreándole el mar en cocos huecos partidos por la mitad. No era fácil preparar un buen pastel de lodo, explicaba ella, decorándolo con conchitas. Si la pasta no cuajaba bien, se derrumbaría a la hora de ponerle las velitas.

En la casa de los abuelos, sobre las escaleras del patio, me enseñó a echar tortillas. Cuando nos mandaba a comprar la masa, el molinero solía regalarnos una bolsita de “sobras”. La Chef rápidamente hacía una hilera de bolitas del mismo tamaño, amasándolas hasta que quedaban como canicas. Luego, palmándolas entre pedazos de plástico recortado, las aplanaba. El reto era desprenderlas sin despedazarlas a la hora de echarlas al “comal” – una tapa de metal de basurero. Jamás logré dominar la técnica. Al amasar, me salían churitos mugrosos que parecían lombrices africanas de la tierra de Bambán. Lo único que me apremiaba a mejorarme, era la advertencia de la Chef de que las mujeres que no saben echar tortillas se quedan para vestir santos, sin marido, sin hijos, y encerradas para siempre en el convento de las Carmelitas.

En la fábrica de galletas del tío Cubano mi hermana aprendió a hacer sopitas de migajas. En esos hornos enormes se hacían biscochos rellenos con crema de cacahuate.  A veces las bandejas se caían, y eran éstas, las galletas defectuosas, las que el tío nos regalaba. Comíamos hasta hartarnos acompañadas de las palomas que bajaban de las vigas. Todavía escucho su currucucú cada vez que me empacho.

Durante los veranos, en el rancho del tío Jorge, El Coyol, la Chef mejoró la calidad de sus platillos. El plato fuerte eran mangos agusanados, recogidos del plantío, o toronjas agrias que botábamos del árbol a palazos. El postre era siempre el mismo: un trozo de caña jugoso, recién pelado, que chupábamos, hasta dejarlo como estropajo.

Más de una vez la Chef se reprobó a sí misma, como sucedió con los pulpos en su tinta. Acababa de cumplir doce años cuando la autoridad materna consideró prudente que aprendiéramos a guisar de verdad. La tarea era ir al mercado solitas, a pie, a regatear con las marchantes, comprar los alimentos más frescos, y regresar a casa a prepararlos. Una de las primeras recetas asignadas fue esa: pulpos en su tinta.

En el mercado no tuvimos mayor problema. Los marchantes, que ya nos conocían, nos consintieron, y hasta nos regalaron un puñado de ajos. De regreso a casa nos fuimos turnando el morral. Llegamos acaloradas derechito al fregadero a refrescarnos, y a vaciar la bolsa de moluscos apestosos para lavarlos. Cosa nada fácil. Había que cuidar que ningún bicho baboso se nos fuera por el lavabo. De ahí había que encontrarles y sacarles el diente en la cabeza. Después había que localizar las dos bolsitas de cada animalito, la de la suciedad y la de la tinta, y limpiarlos, uno por uno, quitándoles la bolsita ofensiva. Cuando por fin terminamos, preparamos el recaudo: tres dientes de ajo licuados con cebollita, tomate y una hoja de laurel. Pronto, una deliciosa fragancia invadió la cocina. La Chef temblaba de emoción. De pronto, a la hora de agregar los pulpos, en cuanto la olla de vapor emitió el primer pitido, aquél aroma delicioso cambió y un apeste nauseabundo invadió la cocina. Sólo entonces caímos en cuenta de nuestro error fatal. Les habíamos arrancado la bolsita equivocada.

A los dieciséis años la Chef se embarazó, se casó y dio luz a un bebé prematuro. Así fue que, de la noche a la mañana, perdí a mi compañera de infancia. Tras una boda apresurada se fue con el marido a un departamento. Recuerdo aquella tarde cuando mi añoro llegó a tal grado, que a pesar del calor infernal de mediodía, me encaminé a verla. En algún recóndito lugar en mi corazón, aún guardaba la esperanza de que mi hermana regresaría, con todo y su bebé, a jugar conmigo a las muñecas. Sin duda que al nene, tan pequeñito que era, le quedaría perfecta la ropita de mi Bambán. Juntas le prepararíamos sus papillas a la sombra del sabino. Juntas lo arrullaríamos en los columpios.

Iba segura de que la convencería, pero aún antes de subir las escaleras, escuché los berridos del bebé. Tenía fiebre. Mi hermana se había pasado la mañana haciéndole su papilla. Los gerbers estaban fuera de su prepuesto de recién casada. Cuando entré, me la encontré de rodillas, limpiando una mescolanza que escurría por las paredes, por los muebles, por sus enredados cabellos. La licuadora había explotado. No había dejado enfriar las verduras hervidas. Ni siquiera una Chef de renombre sabe hacerlo todo.

A pesar de múltiples viajes a los hospitales de la ciudad;  a pesar de peregrinajes de rodillas a la basílica de Guadalupe, y a pesar de rezos, muchos rezos, el bebé se volvió a poner sus alitas y se regresó al cielo. La inocencia de mi hermana se fue con él. Atrás quedó una hermana hueca que de pronto tenía que partir lejos, muy lejos, a una finca olvidad por Dios. Un tío materno, compadecido por su pérdida, le había dado trabajo a su marido.

Toda buena chef comprende que para que un platillo quede exacto, hay que tener paciencia. La receta nunca queda exacta al primer intento. A veces hay que hornear y botar veinte pasteles antes de lograr aquel panqué esponjado y doradito, digno de ser decorado. Eso era algo que mi hermana sabía de sobra. Sabía, desde aquellos pasteles de arena, que ha veces hay que batir mejor las claras, o derretir más la mantequilla, o colar los grumos de la  harina con persistencia. Fue por eso que mi hermana, a sus escasos dieciséis años, no desesperó. Intuía que tarde o temprano sus entrañas volverían hornear y que el tiempo cubriría las grietas de su amargura.

Y sí, llegaron, las hijas, una primero y la otra después, en variedad de canela y vainilla. Llegaron a comerse sus papillas con harto gusto que la Chef ahora sí sabía preparar. Se volvió a inspirar y rápidamente corrió al mercado a exigir de nuevo las mejores verduras, la fruta más jugosa de temporada, la carne fileteada, y el pescado fresco. Hirvió, horneó y coció, volcando su amor en cada platillo. Y en un tango afiebrado de cazuelas y trastos, mi hermana nutrió a sus muñecas de carne y hueso, vigilando con alivio cada milímetro, y cada kilo que las sembraba a la vida.

A veces, por muy dominada que se tenga la técnica, la vida le impone cambios al menú. Sus muñecas tenían diabetes. Aquél ingrediente clave, el azúcar, quedó prohibido en sus recetas. Pero eso no fue obstáculo para una Chef como ella. Un ingrediente más o uno menos, no fue gran contrariedad. El reto, más bien, fue el adiestramiento de las hijas que, acostumbradas al buen sazón, se resistían. Así fue que mi hermana se volvió nutrióloga.

Un día el marido empacó sus maletas y se despidió. Quiso llevarse a las niñas pero éstas no titubearon. Se quedaron con su madre. A pesar de su edad comprendían que sólo ella sabría suavizarles sus penas, endulzarles sus lágrimas, sazonarles sus recuerdos.

Hubo momentos difíciles cuando mi hermana pensó que tendría que servirle a sus hijas sopita de pétalos. Demasiados momentos, diría ella, en los que tuvo que diluir los frijoles. Por fortuna, no era la primera vez que la vida le dispensaba pobrezas. Llevaba años regateando con los marchantes, aprovechando pellejos, exprimiendo médulas, y guisando caldos con cáscaras. La vida es una ensalada de nopal. Hay que pelar las espinas para sacarle el manjar. Y qué mejor manjar que el respeto y el amor de sus hijas. Mucho mejor premio, diría ella, que unos palitos chinos, unas muñecas de recortes o unas cazuelitas de barro.

En la cocina pequeñita, recién decorada de mi hermana, sentamos a los nietos alrededor de su mesa. La Chef les sirve un plato humeante de lentejas. Se lo devoran, a cucharadas, peleándose los plátanos machos. Con esa sagrada ceremonia volvemos a sellar el pacto: lentejas a cambio de amor perpetuo, amor de aquellos: Amor De Los Buenos.

 

 Obra Pictorica – Joaquin Sorolla