Por Milvia Pacheco
Sonido de ola que rompe el silencio profundo de los atardeceres esperados de nuestros quebrantos.
El hijo pregunta, la madre asiente con un vaivén de eco quejumbroso… una pregunta de siglos que nadie, ni la familia responde.
Se instala una tristeza propia de generaciones anteriores al exilio.
Ella vive en su pena, y le da pena. La alegría la sorprende de a ratos, la asalta por las esquinas de sus tardes de recuerdos. Su sonrisa la delata y el corazón la sorprende. Qué pasó con la tristeza, con esa sensación acostumbrada que siempre tiene al mirar el atardecer… no sé, se fue de fiesta con la memoria agónica de la niñez.
Hoy se viste de fiesta y sonríe, el hijo está en la casa, la hija peina a la madre y la melodía de la armónica enmarca el agua que baña sus pies en el atardecer simbólico de su sensatez.
El hombro izquierdo reclama atención, un dolor que la arrebata. Es su corazón? O solo es el peso de la costumbre que se ancla en su espalda…
Que sabor a sequedad, con sus labios apretados revestidos de palabras secretas que generan un gesto, ese gesto que dice, sin decir… Y se esconde en ese lugar secreto que solo él conoce.
Espera y no encuentra.
Que encuentra?
Qué es lo que encuentra?
el tambor de mar , el tambor de sangre.
El gesto corre, el hijo lo persigue, círculo infinito de padre a hijo, de hijo a padre, de padre a hija, ja, ja, ja, ja, ja, jajajaja…
Obra Pictórica – Carlos Alonso