Por Liz Magenta
El lamento hizo estremecer a todo el vecindario. Los perros ladraron lastimeros, los gatos se esponjaron y maullaron asustados.
Como bajando con el alba, entre neblina espesa, ahí viene doña Mercedes con la bolsa de mandado a cuestas, arrastrando los cansados pasos. Penas de gente mayor hacen más pesada la carga y más punzante el dolor en la espalda baja.
Despacio y encorvada, anda siempre el mismo camino, le gusta porque le queda de paso la tiendita y las ventanas con rostros mirones que ya casi nunca la saludan. Sólo los perros le hacen caso, ladran y aúllan cada vez que ella pasa a su lado mientras les da una caricia suave. De camino, Mercedes detiene los ojos en algunos puntos, pero ya casi no ve. Apenas manchas, nubosidades, uno que otro rostro conocido. ─¡Qué pronto se pasa la hora!─ dice para sí somnolienta y un poco perturbada al percibir el cambio radical, porque al salir de casa percibió o imaginó, que había mucha luz, que el día permanecería soleado y en un instante, había caído la noche, mientras ella estaba allí, sola, vagando por las calles, temblorosa y adolorida, en lugar de estar en casa.
Muchas de las personas que distingue a través de las ventanas se le hacen conocidas. Algunas veces, como en un sueño se detiene y las llama para platicar, pero ellas la ignoran y dirigen la mirada al tejido, a la sopa en la estufa o a los niños que juegan en el piso con carritos de plástico y canicas.
Ella no entiende por qué ya nadie la escucha y por qué amigos, parientes y vecinos, ya ni siquiera la miran: ─¿Qué habrás hecho Merceditas?─, se pregunta a menudo, mientras busca en el delantal salpicado de pipián rojo la dirección de su hijo Héctor, a quien no ve desde hace mucho tiempo. Pero es como meter las manos en un hueco de aire, nunca encuentra nada. Se pregunta si habrá fantasmas, si serán ellos quienes le esconden las cosas y le hacen bromas. Últimamente eso le pasa, extrañezas. Es muy raro que al dirigirse a su amada cocina para guisar el mole, o el chicharrón en salsa verde que tanto le gusta a Héctor, se vea sola por la madrugada, soportando con la mandíbula apretada, las cuchilladas de un frío más cortante que el del último invierno, ¿dónde queda la cocina?, se pregunta mientras avanza por las calles donde ni el suéter, ni la bufanda, ni el rebozo alcanzan a calentar los viejos huesos que la cargan.
Otras veces intenta hablar con su hija y los nietos, contarles de su dolor de espalda, de la novela, sin que éstos se inmuten o le obsequien siquiera una mirada. — !Ay¡ cuánto dolor da llegar a vieja—, dice entre suspiros. ―Mientras más consecuenta uno a los hijos, menos caso le hacen a uno―.
Todas las noches sentada al comedor, llora mientras sus parientes descansan. Levanta los húmedos párpados e intenta lavar los platos de la cena, con eso tendrán que hablarle para decirle al menos “gracias”. Pero los trastos se le resbalan de las manos, cada día pierde un poco de su fuerza y al final, sólo obtiene astillas de cerámica en el piso. Su yerno despierta, enciende la luz, mira los pedazos rotos. Escudriña la cocina en busca del culpable. Ella le ofrece disculpas y apenada se agacha a recoger el tiradero sin lograrlo, pero una vez más, las manos no le responden, aprovecha el repentino encuentro para contarle al yerno acerca de los nuevos dolores que aquejan sus huesos, entumeciéndole las manos hasta casi no sentir algunos de sus miembros, haciendo torpes todos sus movimientos y restándole las fuerzas cada día. El yerno indiferente arrincona los platos rotos con el pie. ―Ya los recogerán mañana cuándo amanezca―. Y sin siquiera mirarla se aleja sin decir más. Mercedes destrozada se culpa por su torpeza, por ser tan vieja, por estorbar y estar enferma.
Esa noche sus sollozos atraviesan las paredes, hielan y estremecen los cuerpos en reposo de los parientes que al mismo tiempo, sueñan con Mercedes.
Por la mañana, los cinco integrantes de la familia se visten de domingo. La hija, el yerno y los tres nietos de quienes ya no recuerda nombres. Se meten apretujados en el vocho. Ella pide acompañarlos a lo que cree una fiesta y como nadie le hace caso, se mete y se acomoda como puede en el asiento de atrás junto a los niños.
Pasa el camino riendo con ellos, aunque la plática es confusa, logra intervenir en diálogos compuestos por frases sin hilo. Una bruma llena el espacio vacío por momentos, se molesta por sus repentinos achaques de la vista.
Cuando llegan al salón de fiestas, todos bajan del carro. Mercedes camina detrás de ellos, entra al recinto que le parece muy bonito, tan invadido de flores que semeja un jardín. Los mariachis postrados con trajes blancos y broches dorados que espejean bajo el sol, entonan boleros de ausencias y promesas de amor eterno que a ella siempre le fascinaron. La tonada la conmueve, una vez más llora y un quejido surge desde su garganta. Los parientes asustados voltean a verla, pero no dicen nada, sólo se estremecen, sienten erizar los bellos de su piel, se miran cómplices y cierran los ojos para orar.
Mercedes observa a su yerno, lo mira tomar la mano de la esposa a quien le escurren un par de lagrimones. ─¿Qué te pasó mijita chula, qué te hizo el pelado éste?─. Le pregunta al oído a su hija sin obtener respuesta.
La pareja coloca en un florero de piedra, el ramo de claveles rojos y rosas blancas, rezan al unísono el Padre nuestro, mientras ella intenta leer el nombre plasmado con letras doradas en la cruz de metal negro. Con extrema dificultad intenta leer el nombre. ─¡Ave María purísima, y ahora, quién se habrá muerto!─ , se pregunta. Por más que se esfuerza no lo logra, ni siquiera distingue las letras más grandes. Ha perdido la vista casi por completo. Nadie la saca de la duda, nadie le dice nada, da media vuelta y se marcha con aquellos pasos cada vez más livianos.
Amanece, a lo lejos se escucha el trinar de los pájaros. Mercedes despierta en la sala de su casa, intenta prender el televisor, busca el canal de las noticias como de costumbre. Sólo estática, canales que muestran túneles obscuros y chispas intermitentes de luz blanca. El control remoto no responde, el televisor se apaga solo. ―¡Ya no tiene pila la cochinada ésta!―, dice mientras avienta el control. Luego a lo lejos, como en un tiempo lejano escucha el canto de sus canarios. Se dirige a las jaulas oxidadas: ―¿Qué pasó mijos, ya tienen hambre verdad? Ahorita vengo, voy al mercado a traerles su alpiste y su nabo, no me tardo mis niños―. Uno de los canarios fija por un momento los diminutos ojos negros en Mercedes, ella se emociona al darse cuenta, se alegra, le hace fiestas al pequeño emplumado, le habla con chiflidos, hace tanto tiempo que nadie la miraba.
El ave alocada trina con fuerza y echa el vuelo asustado dentro de la jaula. Mercedes busca el monedero en su delantal, pero de nuevo parece meter la mano en un espacio hondo y vacío. ―¿Y ora dónde dejé yo el monedero?―, repite Mercedes al introducir las manos en la nada de su delantal de aire, buscando un monedero que dejó de existir hace algún tiempo.
Un sonido surge entre la repentina neblina, se mezcla en el aire que empieza a agitarse, entre murmullos de muchas gentes, le parece escuchar su nombre, es una voz suave y dulce que resuena, alguien la está llamando, esa voz empieza a ser conocida. Al voltear ve a Héctor, su hijo, es él quien la llama desde un círculo de luz blanca. El rostro transparente de Mercedes se ilumina, sus células vacías se estremecen, al fin alguien está hablándole. ─¿Eres tú mijo, vienes por mí verdad?─. Héctor la espera con los brazos abiertos irradiando rayos dorados. Mercedes llega hasta él, la luz inunda a las dos siluetas que se alejan con los pies de viento. Y mientras se elevan, ella va comprendiendo lo que quizás al final comprenderemos todos, que sólo somos un respiro de eternidad en éste veloz flujo de tiempo.
– Ciudad de Puebla, México –