El silencio arrullador de las 6:30 de la mañana apunta a un nuevo día que Montse recibe con ganas de exprimir para sacar partido a la rutina que reanima su existencia. Camina hacia la cocina. A la izquierda mira un sombrero de techos dormidos: las cumbres de las montañas escondidas a la distancia, entreveradas con los anaranjados y amarillos posteriores al estertor del alba y la majestuosidad del despertar de la aurora, producen cosquilleos en su piel.
Se prepara un café vienés con crema chantillí y abraza la calidez de la taza dando gracias otra vez por haber sido tan bien recibida en todo lo que le que ha tocado vivir. Enciende la computadora y lee sus meditaciones diarias: mensajes en español, inglés, francés y … ¿Pero, y esto qué es? Pone su taza a un lado y sigue leyendo: «Conforme a las leyes promulgadas en el estado de Washington en 1995»…. «delincuente sexual»… «tenemos que informarle»… «no es violento». …
Esas graves palabras le saltaban a la cara y la abofeteaban con tanta fuerza que la hicieron levantarse de la silla para dejar a un lado tan estridente mensaje y poner en orden sus pensamientos. Se sentó una vez más, para informarse a detalle: ¡En su clase de español hay un joven a quien se ha llegado a condenar de por vida por allanar moradas ajenas y apaciguar sus instintos sexuales!
Y ahora ¿Qué hago? –se preguntó Montse una y otra vez, atemorizada. ¿Qué va a suceder mañana cuando tenga que dar clase? La respuesta continuaba en el próximo párrafo del correo electrónico de parte del encargado de la seguridad de la universidad. «Desafortunadamente (añadía el portador de las nuevas), mañana tengo que asistir a su clase y anunciar públicamente tan desagradables noticias».
Nada más había que hacer, sino esperar y esperar el desenlace de tan bochornoso prólogo que retumbó toda la noche en las sienes de Montse sin dejarla conciliar el sueño.
Llegó el tan anunciado día. Entre los verbos del presente de indicativo, las palabras interrogativas, los saludos, despedidas, expresiones de cortesía de la lección que Montse preparaba con mucho ahínco, el acosador mensaje de lo que ocurriría en clase no la dejaba en paz. ¿Cómo irán a reaccionar los otros? ¿Yo qué debo decir o no decir? ¿Y si el joven no llega?
Bueno; basta ya –se dijo a sí misma, y siguió preparando su clase. Era lo único que en ese momento podía controlar. Las horas y los minutos continuaron su marcha. En breve serían ya las 3:30 p. m., la hora de la clase de español. Montse sigue caminando rumbo a su salón de clase, para tomar por los cuernos esa inevitable faena, que se anuncia cruel y justa.
El señor encargado de importunar a toda una clase empieza su inconcebible discurso ante ojos empollando sorpresa tras sorpresa, que pasan a incrustarse en la memoria de los alumnos. El nombre del causante del malestar general se anuncia ante los enmudecidos compañeros, quienes se refugian mirándose entre sí. El aludido, de un talante como si nada insólito hubiera sucedido, hace su entrada y ocupa su asiento de siempre para atender la clase de español.
Montse lleva a cabo su actuación iniciando la lección con sencillas preguntas del tipo ¿Qué tal? ¿Cómo estás? Pero siente que debe poner fin a ese absurdo. Dirigiéndose al autor de los hechos, le da la bienvenida y lo felicita por ser un alumno que ha demostrado interés en aprender esta nueva lengua con mucha dedicación.
Nadie se le acerca. Todo mundo lo evita. Ya está marcado para toda su vida. Pasan los minutos, los alumnos trabajan entre ellos, pero no con el marcado. Pretenden que no existe.
La profesora se apresta a hacer los ejercicios del libro con él, pero un condiscípulo rompe la barrera del aislamiento que lo cercaba del inminente declarado proscrito, a quien, a pesar de su indeleble marca, se le acerca para adentrarse en el mundo ficticio de una práctica de un diálogo del libro de texto con él: ¡Hola! ¿Cómo estás? –Le pregunta a la ligera. —Muy bien; gracias. ¿Y tú? –responde, sonriendo, quien quizá en pocas horas será remitido a alguna corte penal.
Copyrigth Montserrat Alvear Linkletter