Por Rita Wirkala
Aquella tarde acepté acompañar a mi esposo a una conferencia, a pesar de que el origen de la invitación al evento no me hacía saltar de alegría. Provenía de un joven conocido nuestro, excelente persona, aunque de convicciones algo insólitas. Pero accedí a ir por dos factores: uno, porque había tenido un día terrible lidiando con un capricho de mi computadora. Esas batallas cibernéticas me suelen dejar exhausta y con la auto confianza por el suelo. Necesitaba levantar mi espíritu con algo menos mundano. Y otra razón fue que la charla (aunque esto es un eufemismo ya que resultó ser un monólogo) trataría justamente de un tema que siempre despierta mi interés, si no fascinación: La evolución de la conciencia. Prometía ser una velada iluminadora, valga la redundancia.
Cuando llegamos al local, una iglesia cuya denominación no recuerdo, nuestro amigo y organizador del evento ya estaba apostado en la puerta del sótano/sala de conferencias impecablemente trajeado. Entre él y la salita había una mesa y dos muchachas cobrando la entrada.
—¿Para todo el evento del fin de semana? —preguntó una de ellas.
—Ah…. No…— dijo mi esposo, —solo esta noche.
—Entonces son veinte dólares.
—Para los dos ¿no?
—No, cada uno.
Mi esposo saco los cuarenta dólares de su billetera y yo engullí en seco. ¡Más vale que esto sea bueno! pensé. Y enseguida me sentí culpable. ¡El conocimiento no tiene precio! me censuró mi conciencia.
Mi esposo abrió su portafolio y extrajo un libro del neurólogo y psiquiatra Robert Ornstein de la Universidad de Berkeley, titulado Evolución de la Conciencia. Se lo mostró a nuestro amigo para que viera no solo la coincidencia de títulos, sino el alto grado de interés que el tema tiene entre nosotros.
El joven sonrió con expresión de leve complicidad (pensé yo), y mi esposo guardó el libro, con aire triunfal.
Entramos y nos ubicamos en la última fila, lo cual es una sabia medida en un recinto pequeño y bien iluminado, porque nunca se sabe si uno va a necesitar el baño o, en el peor de los casos, huir sin ser notado.
El organizador, al cual yo no recordaba como a alguien particularmente efusivo o con un idiosincrático don de gente (aunque tampoco lo muy opuesto), presentó al conferenciante con gestos encantadores, irradiando una simpatía que delataba cierto tiempo de práctica. Explicó que el profesor había llegado de Alemania el día anterior.
Para no dar nombres, voy a llamar a este profesor Mr. SC, o el Sujeto en Cuestión.
SC era un hombre apuesto, de edad mediana y rasgos de europeo del norte, y también vestía traje y corbata. Se inclinó reverente hacia el público, y a continuación cerró los ojos por unos segundos. Por varios segundos. ¡Ay! pensé. El tipo está con jet lag. ¡Espero que no se caiga! Me sentí aliviada cuando abrió los ojos y fijó su mirada en la audiencia.
Dijo que no había mejor manera de comenzar su exposición que leyendo directamente de sus fuentes: un libro de Rudolf Steiner, o, mejor dicho, traduciéndolo del alemán original en que fue escrito. El párrafo se refería a la conciencia individual vs la colectiva, pero en términos bastante herméticos. Digo esto en sentido metafórico, porque seguramente que el propio Hermes lo habría explicado mejor. Yo no entendí casi nada. Me juego a que la audiencia tampoco, porque nadie asentía con la cabeza como cuando suele haber una afinidad con el mensaje y una aprobación. Pero como no hubo preguntas ni interrupciones, Mr. SC se lanzó con entusiasmo hacia la siguiente parte de la exposición, haciendo uso del power point que manejaba nuestro amigo.
Esta fue una serie de pinturas del arte barroco. Como es sabido, las obras pictóricas de artistas famosos siempre dan lustre a una conferencia. Desfilaron por la pantalla varias madonas flotando sobre nubes—hermosas imágenes, debo admitir— y por unos diez minutos SC analizó para la audiencia los respectivos trazos de Rafael comparándolos con los de sus maestros. Luego le siguió una breve disertación sobre Bach, Shakespeare, Goethe, Nietzsche y algún otro icono de la cultura occidental y europea, con el fin de demostrar que nadie saca nada de la nada, sino que sigue los pasos de sus antecesores; y algo más sobre la relación entre estos sujetos y sus fuentes, que no llegué a captar del todo.
Tal vez mi esposo sí lo entendía, pensé. Lo miré de reojo. ¿Quizás me podría susurrar una explicación? Pero él estaba ocupado extrayendo sigilosamente de un estuche sus diminutos audífonos y colocándoselos en las orejas. Seguramente atribuía su perplejidad a su no muy agudo sentido auditivo.
Mr. SC pasó a mostrar otras láminas con la estructura ósea de diversos animales. Otros quince minutos habrán transcurrido en la explicación morfológica de varios mamíferos y reptiles, al final de lo cual aprendimos que el hombre (y la mujer, para empatar) no desciende de los animales, sino que es al revés, algo así como que el hombre es el arquetipo sobre el cual el Espíritu descendió y se encarnó; y que los animales siguieron más o menos el molde; pero como ellos son más adaptables que nosotros al medio ambiente, de ahí la existencia de tanta variedad en el reino animal.
No pretendo hacerle justicia a esta parte de su presentación porque para ese entonces yo estaba pensando en la evolución de la conciencia y ¡burra de mí! esperaba que él explicara el nexo con la antropología física.
La serie de dibujos de salamandras saliendo del mar que aparecieron después de los esqueletos, nos decía Mr. SC, era una prueba rotunda de la ignorancia de la ciencia, que lo tenía todo al revés.
—Sí, señores. Es al revés. La raza humana no es el fin de la evolución. Observemos que nosotros tenemos cinco dedos y hay animales que, partiendo de los cinco, los han juntado en uno. ¿Ejemplos?
Mr. SC se dirigió desafiante a la audiencia y ¡Aleluya, hermano! Alguien dijo la palabra cierta:
—El caballo.
¡Bingo! Un murmullo de admiración corrió entre la audiencia.
—Correcto. El caballo tiene un solo dedo, efectivamente, pero supo tener más, en un pasado—dijo el profesor.
Los dibujos en las láminas que le siguieron lo demostraban: equinos de cinco dígitos, (lo que les impedía muchísimo el trote porque se le enganchaban los dedos por ahí), de cuatro, de tres, y así sucesivamente, hasta llegar a la triunfante y última pezuña que les permite hasta el galope. Eso prueba, yo deduje, que el caballo viene del caballero y no al revés. Me pregunté si en algún pasado el primero montaría al segundo. Mis elucubraciones fueron interrumpidas por otra explicación del conferenciante:
—Los huesos de los animales se fosilizan fácilmente, y los nuestros, no. Por eso es que se los encuentran en épocas supuestamente anteriores a la aparición del ser humano. Es decir: la arqueología y la evolución están patas para arriba.
Escuché los huesos de Darwin crujir dentro de su cajón en el subsuelo de la abadía de Westminster.
A estas alturas yo esperaba—es decir, ansiaba con toda mi alma— la interrupción de un valiente entre el público que preguntara algo de cierto peso. Por ejemplo, ¿Por qué no nos habla del cerebro de estos animales y del humano? ¿O del respectivo nivel de conciencia? O algo más básico aún, tal como ¿Qué es la conciencia? ¿Un producto de la mente, una emanación del edificio neurológico que es el cerebro? ¿O un fenómeno independiente, tipo espíritu? Pero, no. La única persona que se animó a aventurar una pregunta dijo:
—¿Y los animales tienen una segunda dentición?
¡Segunda dentición! ¿Qué diablo es eso? Ah, cuando se nos caen los dientes de leche…, recordé enseguida. Pero no pude hacer la conexión entre la segunda dentición y la evolución de la conciencia, por más que me esforzara.
Ya habían pasado cuarenta penosos minutos. Se me ocurrió que las sillas de madera, durísimas, no habían sido escogidas por una medida de economía sino por una decisión deliberada, para evitar que la audiencia se durmiera. De repente dudé si estábamos en el lugar y tiempo correcto. Miré el programa. Sí, lo estábamos. El título de la plática y la hora lo corroboraba.
Mr. SC prosiguió. Al finalizar cada frase larga hacía una pausa, entrecerraba los ojos, como si pensara, o tal vez como si estuviera invocando un mensaje cósmico de Rudolf Steiner. Yo también los entrecerraba, pero muy a pesar mío. Luego él pestañaba varias veces para encarar al público y atacar el próximo tema. Yo también pestañaba, tratando de atar los hilos dispersos de su ponencia. Entonces hice la ansiada conexión: ¡antroposofía, la filosofía que enseñan en las escuelas Waldorf del mundo! ¡Claro, nuestro amigo es un maestro en una de ellas! Y mi pobre entendimiento se debía a que no había hecho los deberes de casa para estar informada de antemano sobre las premisas de tal corriente filosófica.
El hombre prosiguió dando más pruebas científicas para sustentar la tesis antroposófica de la evolución al revés. Y afirmó que no existe ningún fósil que demuestre que animal A es el antecesor de los animales B y C, como supone la teoría de la evolución.
—¡No existen! — reiteró.
¡Deshonestidad científica! gritó mi yo crítico, para mis fueros internos. ¡Sí existen! Pero, como Mr. SC no es un científico, ni siquiera se lo puede culpar de deshonesto. Apenas de burricie o ignorancia. O locura, en el peor de los casos. (Más tarde, en mi casa y frente al Google, me enteré de que no era ni una cosa ni la otra, sino una convicción dogmática e inofensiva, y que el hombre estaba exponiendo, lo mejor que podía, la teoría de Rudolf Steiner).
Vi a mi esposo cabecear varias veces. Mientras tanto, la audiencia se reía a gusto con algunos comentarios suspicaces de SC. Yo tenía ganas de llorar.
Pensé en las preguntas que candorosamente yo había preparado por si llegaba la ocasión, tales como, ¿Ud cree que la conciencia evolucionó paralelamente a la evolución física de un organismo o llegó de repente? O, ¿Ud concuerda con la teoría de la conciencia de Teilhar de Chardin o la del budismo? También pensé en el libro de neurología que agonizaba de vergüenza en el portafolio de mi esposo. ¡Ah, que par de ingenuos!
Luego siguió algo que debe haber sido sobre Atlantis o Atlántida. Lo recuerdo vagamente porque mi conciencia ya se deslizaba hacia la inconsciencia del sueño. Para despertarme, puse mi mano en la rodilla de mi esposo, esperando recibir una mirada de misericordia. Creo que él lo tomo como un gesto de cariño erótico, porque devolvió el mío posando su mano en mi rodilla, y un poco más arriba. Me desperté del todo.
La última parte de la conferencia, sin solución de continuidad, como quien dice, derivó hacia un tema singular. Es decir, más singular aún que los anteriores:
El problema del ser humano de nuestros tiempos, dijo el profesor, es que hemos desarrollado un individualismo atroz en detrimento de una conciencia social. Muy bien, nada objetable con esa afirmación, pensé. Y en tiempos pasados vivíamos en estrecha relación con la naturaleza. También es verdad, admití. Y un ejemplo de esto es que, durante la dinastía tal y tal de la China, continuó, una emperatriz contaba con varias docenas de doncellas y cortesanas; y cuando murió, todas murieron con ella (con alguna poción venenosa, sugirió nuestro conferencista).
—¡Y eso prueba, señoras y señores, que en época pasadas hubo un sentido cósmico del todo, un espíritu comunitario que hacía que esa generosa entrega voluntaria de la vida, sin miedo a la muerte, fuera la conducta correcta, porque la conciencia global está por encima de la individual!
Mientras yo digería el significado metafísico de este acto (y de la pena de haber perdido esa facultad extraordinaria de sacrificarnos por nuestra reina o rey) recordé de repente a Jim Jones y el célebre suicidio colectivo en las Guayanas, en nombre de Cristo. Lancé otra mirada a mi esposo. Vi que se estaba quitando los audífonos de las orejas y los volvía a meter en la cajita. A lo Churchill, pero más discretamente.
Al finalizar la ponencia, nos unimos a los otros con ruidosos aplausos y, sin más y en tácito acuerdo, escapamos hacia el estacionamiento.
Por la enésima vez lamenté el destino de los cuarenta dólares.
Pero más lamento ahora no haber grabado esta conferencia. Si lo hubiera hecho, podría hoy ofrecérsela a ustedes en la totalidad de su gloria. Mis disculpas.
– Seattle, WA –