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DESDE AFUERA

 

 

Por Rosario Martínez

 

El viaje había sido largo, sus pies delgados y morenos se habían sublevado por el peso de su cuerpo durante la travesía por ese llano pelón, sembrado de infértiles granos de arena. Sus huellas aparecían mientras avanzaba para luego ser barridas por el viento que había empezado horas atrás; nunca sabría si con sus soplidos quería detenerla o empujarla a su destino.

Casi oscurecía. Entonces la vio como si estuviera aguardándola. Era de adobe, sus muros parecían amasados de sol y tierra vieja. Tenía al parecer, dos cuartos. Unas vigas redondeadas y resecas sobresalían del techo. La puerta entornada dejaba al descubierto la oscuridad silenciosa que se cernía en el interior. Las ventanas del frente lucían cortinas oscuras que aleteaban suavemente como auras nocturnas. «Es el viento» pensó. Parecía como si alguien estuviera espiando  entre ellas.

La rodeó con facilidad, la casa era pequeña. Detrás encontró lo que iba a buscar: tres montones de tierra seca y apelmazada, con cruces de madera podridas por el sol. Se santiguó y regresó a lo que parecía el frente, se quedó mirándolo sin saber qué hacer. La noche se le venía encima.

Que no fuera, le habían aconsejado en la cafetería del pueblito donde la dejara el autobús proveniente del sur, que se detuvo sólo para que ella descendiera. Nadie más lo hizo y nadie tampoco lo abordó.

Parada en medio de la plaza vacía de gente y de vegetación, miró a su alrededor, hasta que divisó el local, fue hacia él con pasos menudos y tristes como ella. Ahí se quedó por la tarde de ese día a comprar cerillos y a tomarse un café negro con pan dulce. La mujer detrás del mostrador la miraba de vez en vez, mientras ella le daba traguitos a una taza de peltre azul que luego depositaba sobre un mantel de plástico de cuadritos rojos y blancos.

Miraba por el vidrio empolvado y lagañoso cómo los rayos vespertinos del sol, más enrojecidos que de costumbre, entintaban el cielo del desierto como un brasero gigantesco. Sólo había otros dos clientes aparte de ella y los dueños del local –una pareja de esposos ya maduros pero fuertes.

–¿Pos pa’qué se va desde hoy, señorita? Mejor pase la noche aquí en el pueblo y mañana mi compadre Melchor la puede llevar, yo lo convenzo. Ni modo que se la vayan a ganar, hace mucho que nadie va por ahí, –le dijo el hombre de bigote detrás del mostrador y añadió lanzando una mirada de reojo a su mujer, que se quedó viendo a través de la ventana en la dirección donde se ubicaba la casa–. Por algo será ¿No cree usted? –agregó entrecerrando los ojos como una sutil advertencia.

–No –insistió la joven del chal–. Tengo que llegar hoy, mañana muy temprano debo ir a dejar éstos –y descubrió un montón de alcatraces de plástico, blancos, ásperos con el centro amarillo y enhiesto, apretujados en unas bolsas de hule negro.

Por un momento sus ojos miraron la pared detrás del mostrador, donde una pintura, un poco oscurecida por el humo y la grasa, representaba a una indígena hincada de espalda, vestida con falda negra y con un chal azul oscuro como el suyo, abrazada a un grueso ramo de suaves alcatraces; “La vendedora de alcatraces” decía un minúsculo título en la esquina inferior derecha del cuadro. «Sólo me faltan las trenzas» pensó.

Los de la otra mesa, dos hombres tan viejos como los dueños, vestidos con pantalón de mezclilla, camisa de cuadros y sombrero, terciaron en la conversación sin haber sido invitados.

–Mire, muchacha, –dijo el sujeto arrastrando suavemente el sonido de la “ch”– pero si hasta mañana es Día de Muertos. ¿Qué apuro tiene? Además, no es por asustarla, pero de la última vez que alguien fue para allá pasan casi diez años, ¿o no, Migue? –le dijo a su compañero de mesa. El aludido asintió rascándose la cabeza bajo el sombrero que cubría su cabello entrecano.

–Y nunca, me oye, ¡nunca lo vimos pasar de vuelta! –continuó con aire tétrico–. Cuando andaba detrás de una de mis chivas, ¿Te acuerdas Migue? –el otro se cruzó de brazos y asintió, pero la inquietud se le notaba por el balanceo de su pierna derecha cabalgada sobre la izquierda; parecía incómodo con la conversación, como si ya supiera en que terminaría. El que hablaba siguió a pesar del nerviosismo de su compañero.

–Divisé la casa desde afuera, esa casa que nadie arregla, nadie cuida y  ahí está, sola, en medio de la llanada. Pero ni se cae, ni desaparece; ahí sigue, como esperando a alguien. Eso sí, nadie de por aquí va por esos rumbos, menos desde que descubrí las tumbas que están detrás de la casa, o enfrente, o al lado, vaya usted a saber en qué dirección están.

–Para ellos son mis flores –dijo la joven muy seria–. Son mi familia ¿Qué usted no visita a sus muertos?

Sin esperar respuesta, tomó la cajita de cerillos y dejó unas monedas sobre la mesa. Alcanzó a escuchar la frase que pronunció la mujer momentos antes de cruzar el umbral de la puerta, dicha como para sí, como para todos y para nadie

–Sí, pero no hay que dejar que los muertos se apoderen de la vida de uno.

Se detuvo unos instantes, volvió la cabeza al mostrador, pero una visión la hizo estremecer. Juraría que la indígena del cuadro se había vuelto de frente sólo para mostrar un rostro cadavérico de mirada sin vida.

Salió al aire frío y a la tolvanera que parecía querer despojarla de sus flores. Semejaban sus bolsas oscuras unas alforjas gordas y pesadas. La mujer avanzaba en medio del ventarrón por el camino de tierra rumbo a la casa del llano.

Unos momentos después, al que llamaban Migue, se le emparejó con paso rápido. Caminó junto a ella un buen rato, en silencio, ayudándola a cargar las bolsas con los alcatraces. Casi a la salida del pueblo se despidió.

–Hasta aquí llego muchacha –depositó las bolsas en el camino de tierra y tomó sus manos, una súplica permeaba su voz–. Mire, si aquél –señaló con la cabeza a su amigo que los observaba parado en la puerta de la cafetería–, si aquél y yo podemos contarla fue porque no entramos, porque sólo vimos la casa desde afuera. ¡Hágame caso! Deje sus flores en las tumbas y regrésese, aunque sea de noche, o mejor tómele la palabra a Don Matías y vaya hasta mañana. Diga una oración por el alma de sus difuntos y nunca vuelva.

Ella levantó las bolsas con las flores, pareció recordar algo, las colocó de nuevo sobre el camino de tierra y empezó a trenzar su largo cabello oscuro. Al final, las unió  como las de la mujer del cuadro. Le sonrió al que llamaban Migue y siguió su camino.

Sin embargo, mientras dejaba atrás el pequeño poblado, en su mente quedó la duda. Siempre pensó que Melitón, su hermano mayor, se había ido al otro lado y por eso nunca lo había vuelto a ver. Debía ser una coincidencia; de eso hacía diez años. Precisamente por eso había venido a arreglar las tumbas de sus antepasados: no había nadie más que pudiera hacerlo.

Llegó casi dos horas después. Necesitaba un descanso, pero la puerta estaba abierta, así que tomó su decisión.

Entró.

Lo primero que llamó su atención fue el reloj de pared funcionando. El sonido del péndulo debía ser monótono y tranquilizador, pero se apagaba encerrado en el ataúd de cristal y madera. Se desplazó a tientas por la casa que olía a encierro, hasta que encontró un quinqué que conservaba petróleo sobre una pequeña repisa de lo que parecía la sala. Sacó un cerillo y lo encendió. Con él en la mano recorrió la casa alerta, pues temía que algún animal se hubiera metido. Se sorprendió de no encontrar ninguno, ni siquiera telarañas; sólo polvo, mucho polvo, demasiado polvo. Había pocos muebles: una pequeña estufa de leña, una mesita sin sillas, un viejo sillón y un camastro desvencijado sobre el que no pensaba dormir. Pasaría la noche en el sillón. Muy de madrugada, adornaría las tumbas con sus alcatraces y después tomaría el consejo del que llamaban Migue: diría una plegaria por sus muertos y se marcharía para siempre, «como hicieron ellos» pensó con cierto resentimiento.

Sentada sobre el viejo sillón en la semi penumbra, recordaba a sus muertos.

Casi a media noche llegaron las figuras espectrales, danzando en el viento. De vez en cuando asomaban sus ojos vacíos dentro de la casa y entonces reprimían un grito. Causaba temor su presencia sin sustancia que se percibía rondando la casa.

Aislada en medio del llano dilatado, un llano sin fin, resistía el viento nocturno y la oscuridad que pretendía tragársela. Se envolvió en el chal y fue a encender la pequeña estufa de leña para quitarse el frío y el miedo. Fuera, los muertos reclamaban su fracción de tiempo, su ración de recuerdo doloroso.

Las chispas bailoteaban alrededor del fogón como estrellas diminutas y fugaces. Las ventanas y la puerta se estremecían con temblores de espanto, crujían por las sacudidas que llegaban del exterior en forma de ráfagas violentas.  Los muertos reclamaban su presencia.

Se sentó de nuevo y miró sus manos desdibujarse lentamente. Intentó tocar su cara y el polvo se escurrió entre los nudillos desnudos y blanquecinos. Pronto el chal resbaló, cayó junto a un crucifijo dorado. Quiso levantarse, se sintió ligera, su peso ya no era el mismo. De pronto volaba y sus ojos vacíos contemplaban la casa, desde afuera.

 

 


Cuento seleccionado ganador junto a otros trece cuentos en una convocatoria nacional de Ediciones Lulú y publicado en la Antología Mortuoria, Sombras en Día de muertos. (2018).