El cura andaba a paso rápido haciendo ondear la sotana. Varios metros detrás de él iban el Vitito San Martino, un chico con cierta fama de ingobernable —o al menos, travieso— y otro compinche de su misma edad y calaña. A igual distancia detrás de los chiquillos iba yo, rumbo a la quinta de mi abuelo, donde iría a desenterrar unas papas que se usarían en la cena de esa noche.
Recuerdo que hacía frío, y mi chaqueta de lana recién sacada del baúl olía a naftalina. Los inviernos en mi pueblo solían ser crudos. Amanecíamos con un manto de escarcha que vestía de blanco los jardines y los campos de más allá. Mi padre, como otros, recubría con tiras de arpillera el caño que llevaba el agua bombeada del pozo al tanque encima de la casa, para evitar que se congelara. Ya no pasa esto. Desde hace dos décadas, no se hiela el agua de las tuberías ni de las alcantarillas ni de los bebederos de las vacas. Han venido del norte cotorras tropicales, y otros pájaros extraños llenan el aire de la pampa de trinos desconocidos. Y en otras localidades cercanas, hasta han llegado otras gentes del norte, misionarios evangelistas y otras raras variantes del cristianismo que, en vez de entonar puros cantos gregorianos en latín, tocan la guitarra eléctrica y cantan con micrófono en el atrio del templo ante su delirante congregación, como en un club de baile. Me han contado que algunos feligreses extrañan la íntima calma de la liturgia romana.
Pero, volviendo a aquella tarde, si no había casi nadie en las calles no era por el frío, ya que eso no amedrentaba a nuestra gente, habituada a los rigores de la pampa, sino porque los vecinos se habían ido en masa a la cancha de fútbol para asistir al partido contra otro pueblo. Al parecer, nuestro cura detestaba ese deporte en particular, por las profanidades que salían de cualquier boca y delante de los niños. No me extrañaba que así fuera. Este sacerdote era un hombre fino y sensible, como debía ser, y condenaba las vulgaridades. Me gustaba escucharlo en la misa entonar salmos, con una voz de tenor rica y firme, y modular a sorpresivas tonalidades mientras el humo del incienso nos llenaba los pulmones de un embriagante oxígeno cargado de santidad.
Y ahora lo veía andar por la vereda con un aire lleno de propósito. Quién sabe de dónde venía, me preguntaba. Tal vez de visitar a un enfermo, o a aquella familia descreída que no había registrado a su niña para la primera comunión. La mía sí, válgame Dios, cuando cumplí los siete años, aunque más lo hicieron por no desentonar con el resto de la gente que por convicción personal. En honor a la verdad, pura y simple, mi padre aborrecía la iglesia. Pero como de niño había asistido a una escuela religiosa en su ciudad natal, se sabía el Antiguo y el Nuevo Testamento de cabo a rabo. Los domingos por la mañana, cuando las familias acudían a la misa, yo me acomodaba en la cama grande para escuchar historias bíblicas. Las contaba con gracia y riqueza de detalles, pero al final las remataba con un ademán desdeñoso.
—¡Bah! ¡Son todas leyendas, cosas de los curas que quieren embaucar a los tontos!
Mi madre, en cambio, sin haber recibido instrucción religiosa formal, tenía una natural afinidad con el mundo espiritual. Nunca la vi entrar en la iglesia ni rezar ni dar señales de fe. Veía a Dios en el fulgor de una hoja dorada del otoño, o en las perfectas proporciones de una flor, o de las escalas musicales, concepto que absorbí de ella en cada lección de piano.
Pero yo tenía una amiga del alma, Mariana, que profesaba una fe sin fisuras en la religión católica. Y, a fin de contrarrestar el agnosticismo de mi familia, me instruía sobre la palabra divina y me inyectaba energía para que asistiera a misa y me confesara a menudo. Hasta me regaló una mantilla blanca, bordada. Y ya se sabe qué poderosa es la influencia de nuestros pares a esa edad.
Era julio del 1959, mes de tardes heladas en el hemisferio sur. Lo recuerdo bien porque fue la aciaga fecha en que el “infame Fidel Castro usurpó el poder en Cuba e instituyó el régimen”, según anunció mi maestra. Por el tono, pensamos que iba a llorar. Pero no, solo se puso pálida. Nos explicó que esa isla del Caribe sería un trampolín para que los ateos bolcheviques, enemigos de Dios, se lanzaran al resto de Latinoamérica. (Me figuré un montón de rusos y cosacos en fila frente a un trampolín de dimensiones siderales, dando saltos estratosféricos y en un vuelo triunfal zambullirse en las aguas del Río de la Plata. Por suerte, nuestro pueblito estaba lejos de la capital.) El anuncio nos llenó de inquietud, y ella nos encareció ir a misa y rezar por nuestra patria.
Esto inauguro una época de fervor místico en mí, que se vio aumentado como consecuencia de un evento que me impulsó hacia el camino seguro de la pureza del alma, con un empujón de Mariana. Dos días antes había ido a un parque de diversiones ambulante con cinco pesos en el bolsillo. Por alguna razón que no recuerdo, fui sola. Gasté cuatro pesos dando vueltas en calesitas y otros juegos infantiles. Y cuando me vi con un peso sobrando en la mano, busqué a mi alrededor y descubrí un cartel que decía:
Diapositivas ¡solo $1,00!
Pagué y el encargado me indicó que me acercara al mirador. Era una estructura de madera idéntica al púlpito de la iglesia, o así me pareció, en cuya parte superior había una abertura rectangular a modo de visor, bien por encima de mi cabeza. Di unos saltitos inútiles hasta que el hombre acercó un banco y me lanzó una mirada oblicua. Subí contenta y llena de curiosidad. Miré a través del orificio. Y una a una, las luminosas diapositivas comenzaron a desfilar ante mis ojos. Eran mujeres. Rubias, morenas, pelirrojas, de labios rojos, abultados, entreabiertos, fruncidos; algunas en ropa interior, brevísimas, y otras, semi-desnudas, todas mostrándose en posturas indecentes. Vertiginosamente pasaron por el visor imágenes eróticas y hasta zonas prohibidas cubiertas por cabelleras cayendo en cascadas. El hombre hacía avanzar las diapositivas a una velocidad culpable y yo apenas tuve tiempo de asimilar lo que estaba viendo. Eso sí, sabía a pecado. Una oleada de vergüenza me recorrió el cuerpo como agua sucia. Habrá durado todo no más de veinte o treinta segundos. Al terminar, me bajé en silencio del banquito, murmuré un “gracias” con voz queda al dueño del puesto, y me retiré de allí, perpleja. Solo entonces noté unos hombres detrás de mí, esperando su turno. Cabizbaja y con las lágrimas temblando en las pestañas, lamentando el triste destino de mi último peso, me encaminé a la casa de Mariana.
Mi miseria era palpable, pero no le conté el torbellino que bullía en mi cabeza. Nomás le dije que estaba apenada por causa de mi perro enfermo. La mentira echó sal a la llaga, y solté un sollozo. Mi amiga, devota por tradición familiar y temperamento, me ofreció un rosario. Yo no tenía idea de cómo usarlo, nunca había tenido en mis manos un objeto devocional de esos, pero murmuré unos padrenuestros y unas avemarías al tun-tún, y ella me acompaño durante unos minutos pasando las cuentas en su propio rosario y, de vez en cuando, insertando una plegaria por la salud de mi perro. Al fin sonreímos las dos; yo, porque comprobé que la oración me había extirpado el demonio; y ella, por su acción curativa. Me sentí liviana. Si antes mi fe era tibia como un mate mal cebado, ese día experimenté una súbita conversión religiosa, de esas que se dan cuando el espíritu que se siente agobiado por una creciente aflicción, en el apogeo del estrés se vuelve receptivo a lo que se le está ofreciendo como tabla de salvación. (Aquella fue mi primera lección práctica sobre las técnicas de lavado de cerebro de los cultos, políticos o religiosos.)
De vuelta a mi casa, en un arrebato espiritual, escribí un poema de amor a Jesús, le inventé una melodía, me senté al piano e improvisé unos acordes en la llamada modalidad menor, de por sí melancólica. Y así acompañada, canté el primer salmo de mi autoría, que resultó más quejumbroso que las tonadas de los indios coyas. Luego lo probé en otras escalas, en intervalos de cinco en cinco, ascendentes y descendientes, con la rigurosa adición de sostenidos y bemoles, como manda la ley natural de los armónicos. Me detengo a mencionar estos detalles musicales porque ya en aquellos tiempos me asombraba esa exquisita proporción numérica de las notas en todas las escalas infinitas, aun en las que no podíamos oír. Y tenía la intuitiva certeza—sin jamás haber oído sobre Platón y el mundo de las formas y arquetipos—que las relaciones tonales y los ritmos, como las tablas de multiplicar, no habían sido inventadas por nadie, sino que habitaban otra dimensión eterna, atemporal. Allí tenían una existencia independiente, una realidad abstracta que yo apenas hacía concreta y perceptible con los dedos sobre el teclado. ¿Acaso no decían las Escrituras “hágase así en la tierra como en el cielo”? Eso, para mí, lo explicaba todo.
Este ejercicio musical me dejó en paz, porque ahora había restaurado dentro de mí la implícita armonía del cosmos.
Eso había ocurrido, como dije, poco antes del día en que me encontraba caminando detrás de los dos chiquillos, y el padre Giuliani flotando en una nube de unción religiosa a pocos metros de mí. Su presencia era un excelente augurio. Un sol tibio resurgió entre las nubes y todo quedó más claro. Yo andaba ahora por el buen camino, recto e iluminado.
No me animé a apresurar el paso. La reverencia no me lo permitía, porque, si pasaba delante de él, ¿cómo iba a saludarlo? ¿Qué le iba a decir? ¿“Adiós, Padre”? Claro que no. La palabra “a-diós” resultaría redundante a sus beatísimos oídos.
El Vitito llevaba una escoba en la mano, y los dos se reían, quién sabe de qué. ¡Qué falta de respeto! Yo tenía el alma en vilo. ¡El Padre Giuliani estaba tan cerca, y esos dos mocosos comportándose de esa manera!
De pronto, el Vitito se acercó con pasos rápidos hacia el Padre, y con el cabo de la escoba le levantó la sotana, al tiempo que le decía:
—¡Pollerudo! ¡Pollerudito!
El corazón me dio un vuelco, y el tiempo se detuvo.
El cura paró en seco, dio media vuelta y los enfrentó, transfigurado. ¡Cómo olvidar la cara enrojecida del hombre! Se había transformado en remolacha, y parecía que el mismo diablo le saltaba por los ojos cuando les dijo con voz ronca, estirando un brazo y señalándolos con el índice:
—¡Les voy a dar una patada en el culo a ustedes dos!
No recuerdo los hechos posteriores, pero sí la visión del universo desplomándose a mis pies, con cura, Jesús, la Virgen y los santos. Si los hubiera amenazado con la ira fulminante de Dios, o con la expulsión del paraíso de los niños, o castigado sus almas con un látigo de zarzas ardientes, lo hubiera entendido. Pero, ¿una patada en el culo? ¿Podía haber algo más vulgar y banal saliendo de la boca del delegado de Dios Nuestro Señor en el reino terrenal?
Me llevó el resto del invierno sobreponerme al choque emocional. Había sido un episodio desconcertante en su más literal significado: el concierto de las esferas se había hecho trizas en el suelo, desquiciado en un caos atonal. Y una mañana de primavera, sin pena ni gloria, simplemente abandoné el dogma de la iglesia. Lo dejé caer como la mariposa deja la crisálida que le sirvió de sostén. Si ese pueril resbalón del infeliz cura fue el causante o no de mi metamorfosis, no lo sé. Tal vez fue la natural evolución hacia la madurez, el pensamiento independiente, la introspección. Sin embargo, eso no menoscabó mi fe en la platónica dimensión de donde emanan las leyes del universo y sus exactas y bellas proporciones. Aquella, fuera del alcance corrosivo del tiempo y el espacio, es mi manera de definir a la Divinidad. Aún hoy procuro escuchar sus resonancias armónicas en el mundo manifiesto, y trato de abrirme camino entre las tantas disonancias.
Rita Wirkala Sturam