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Droctulft El Bárbaro

 

Por Kenneth Martinez

 

Mi libro favorito es Droctulft el Bárbaro. Narra la historia de un guerrero que asalta el Impero Romano en el ocaso de la civilización. Droctulft es un salvaje que viene junto con toda su tribu a saquear Ravena, pero es convertido al cristianismo y termina defendiendo la ciudad. Conoce a una hermosa italiana, Aelia, y tiene que demostrarle que no es un bárbaro sino un seguidor de la cruz. Sin embargo, me es imposible describir el final, pues tiene múltiples.

La primera vez que lo leí, fue decepcionante enterarme que el héroe muere defendiendo Ravena. Consigue repeler a los salvajes; quienes son su propia tribu, pero al morir deja una Aelia destrozada. Sin embargo, cuando lo releí no muere él sino su amada. Droctulft, en cambio, se convierte en uno de los principales generales de la Ciudad Eterna, y se tatúa una mariposa en honor a la que brevemente fue su esposa. Había pasado un año desde la previa lectura y me sorprendió sobremanera enterarme que Droctulft esquivaba la estocada de Brandt, su antiguo compañero bávaro, y lo lanzaba de la muralla del castillo. “Debí haberlo recordado mal”, pensé, aunque en mi memoria era muy vívido el sepelio en la Basílica de San Vitale y el sermón del padre Clemente. Pero en esta segunda lectura Droctulft buscaba a Aelia sólo para descubrir que ha sido brutalmente asesinada. Se celebraba una gran misa, pero esta vez en honor a ella. “Tal vez fue el sepelio de ella el que recordaba” me dije cuando leía a toda velocidad el último capítulo.

Un par de meses después volví a tomar el viejo libro. Mi sorpresa no conoció límites al enterarme que ni Droctulft ni Aelia vivían esta vez. El padre Clemente ofrecía una misa por los dos, y en sus lápidas eran esculpidos una mariposa y un martillo. Me pareció entonces que había encontrado el libro más sensacional del mundo, pues era un multilibro; la misma historia, pero con un número infinito de desenlaces.

Lo comencé a releer cada mes y después cada semana. Primero intenté hacer trampa y pasar directamente a los últimos dos capítulos, pero por alguna razón no funciona de esa manera: solamente conseguía el final anterior. De modo que se convirtió en mi hábito nocturno. Comencé con los primeros capítulos maldiciéndolos como mal necesario, pero después noté que había pequeños momentos que eran alterados en el espacio o tiempo. En algunas ocasiones Droctulft leía La Vulgata; en otras saqueaba un monasterio. O Conocía a Aelia en un martes o un jueves. Y su madre podría llamarse Baara, o Bara, o incluso ser huérfano y criado por la tribu.

En los desenlaces era más evidente la entropía. Droctulft dejaba el campo de batalla y salvaba a Aelia antes que sus captores la atacaran. O derrotaba a Brandt en la fortaleza y Aelia conseguía escapar por sí misma justo a tiempo. O Droctulft mismo dirigía la misa, en honor al fenecido padre Clemente. En un final, el bárbaro regresa a su tribu justo antes de la lucha solamente para tener acceso al mismísimo rey Cativolcus y cortarle la cabeza. En otras, su apostasía es sincera y a mitad de la misa de honor, mientras Droctulft mismo imparte una homilía en memoria del sacerdote, sus antiguos compañeros de armas obtienen acceso a la ciudadela gracias a él, y destruyen todo a su paso.

Empezaba a acostúmbrame a toda clase de sorpresas, pero una vez, a mitad del capítulo doce, Droctulft y Brandt no se separan, sino que el héroe es convencido de seguir adorando a sus dioses. Su conversión sucede hasta el último momento, en la batalla de Ravena. En esa versión no conoce a Aelia; solamente la saluda a la entrada de la misa; la observa por unos instantes “como si la conociera de vidas pasadas”.

Conforme el tiempo pasó, los finales comenzaron a divergir en etapas más tempranas de la historia. La trama se hacía más y más aleatoria, aunque siempre convergiendo en una batalla y un servicio religioso. Conocí a Linda, mi esposa, una noche en la biblioteca de la universidad, donde leía por tercera o cuarta vez a Droctulft el Bárbaro. “¿Qué lees?” me preguntó sonriente. Devolví el saludo mientras ponderaba si debía compartir mi secreto; si la magia del libro perduraría al exponer sus propiedades. Nos casamos al terminar la carrera, y ya tenemos tres hijas.

Droctulft el Bárbaro me consume. No se acaba, es una fuente ilimitada de aventuras. Por otro lado, lo que a Linda le pareció atractivo al inicio ahora le resulta insoportable. “¡Hay millones de libros en el mundo!” se queja constantemente. No puedo refutarla. Pero tampoco puedo olvidarme de mi amigo; me es imposible ponerlo en una repisa y tomar a Borges, Saramago o Fuentes. ¿Cómo podría, sabiendo que siempre hay una historia nueva, que no he agotado todas sus posibilidades? Si yo no lo leo, ¿quién lo hará? Y si nadie lo lee, ¿cómo podrá cobrar vida?

Hace unos días leí la variante más inesperada. En el capítulo ocho, el patriarca del clan de Droctulft no es perdonando por Tito, general romano, sino que es ejecutado. Por primera vez, en mis veinte años con el libro, no hay batalla en Ravena; el encuentro final ocurre siete años después, pero ya no hay nada qué hacer; Roma está perdida.

He derramado mi vida en libación por Droctulft. He envejecido, y me han diagnosticado cáncer de piel. Pero estoy bien; he vivido una vida completa. Con todo, alguien más debe seguir leyéndolo. Le conté todo a Alicia, mi primogénita, la primera noche que me mandaron de regreso a casa. Pero no me ponía atención, estaba ocupada en su celular. Dudo que lo lea. Temo por Droctulft. Nosotros los hombres estamos condenados a un determinismo antropológico y teleológico. Pero Droctulft es todo lo contrario; es verdaderamente libre. Su historia es capaz de divergir mil caminos, su destino es indeterminado, imposible de predecir.