Una casa sin espejos obliga a mirarse siempre para adentro. Claro que la imagen no es siempre la más agradable. Pero de algo se puede estar seguro: lo que falte de lindo, sobra de auténtico. Es la idea contraria a lo que sucede en algunos moteles. Allí el espejo cumple la función multiplicadora del goce. El fetiche sarnoso de la repetición, la ilusión de una continuidad reproducida ad infinitum.
Una casa sin espejos posee un grado de abismo similar a una dimensión fractal. Lo que se reproduce no es la imagen, sino la misma esencia. Los libros apilados en la cama bien pueden ser los mismos que se apilan en el escritorio. Puede resultar un poco incómodo en caso de necesitar anudar alguna corbata o en los preparativos de alguna cena de gala, de esas que da la gente decente. Pero, por lo general, evita la proliferación de pequeños fantasmas atónitos. No hay leyes que regulen esto. Y eso es un alivio. Porque el precio que se paga por un solo espejo es igual al que puede llegar a pagarse por cientos de ellos. Algunos adictos, llevan pequeños espejos en sus bolsillos. Creo recordar alguna historia donde la tentación de mirarse en ellos, desplaza el efecto de la droga misma. El objeto de deseo cambia, no la sensación de vértigo instantáneo y fugaz. Por eso, cada domingo a la tarde, en una casa sin espejos, estás obligado a mirarte siempre para adentro.
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