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El Chiclero 

 

 

Por María de Lourdes Victoria

 

El repique de campanas acompaña el andar pausado de Don Perfecto. El anciano camina encorvado, cargando en el pecho su cajón de chiclero. Lleva años vendiendo chicles, cacahuates y dulces en la plaza del pueblo.

Don Perfecto acostumbra llegar temprano, antes que los barrenderos, a ese parque umbroso, rodeado de fresnos y laureles. Le gusta mirar a las tórtolas y a los zanates chapotear en la fuente, platicar con el bolero, ayudar a Don Julián a colgar periódicos en su puesto, y soplar las brazas del comal de Chencha, que siempre le agradece el gesto con una quesadilla – y con una sonrisa. Pero lo que más disfruta de sus mañanas el anciano, es mirar la alborada y divisar a lo lejos la silueta pequeña de su nieto, cuando sube por la calle empedrada. El crepúsculo dibuja su inocente trote en un lienzo de color naranja, rosa y púrpura. Está aprendiendo a ser chiclero, su nieto. Ya carga su propia caja.

Hoy, Don Perfecto camina agobiado. Los huesos le duelen. El cuerpo le pesa. Es la vejez, piensa, esa arpía despiadada que en un descuido me gana el pleito. O quizás es el mal tiempo, y para averiguarlo, alza la mirada esculcando el cielo. Las nubes sombrías se contorsionan compartiendo su malestar. Aún así, Don Perfecto reanuda su paso, arrastrando los huaraches, resuelto a ignorar sus múltiples achaques de viejo.

En la plaza, se respira un aire diferente. Los pájaros no cantan. Se ocultan en los árboles; su apagado murmullo estremece las ramas frondosas. Solo el chillido estridente de dos cuervos envenena la risa de la fuente. Hacia allá se encamina el chiclero, atraído por su escandaloso aleteo. En la superficie del agua los pájaros se disputan a picotazos un objeto – algo que lanza al cielo destellos de arco iris, como confeti. Entre tanto jalón lo sueltan y cuando cae le salpica la ropa. Es entonces que Don Perfecto descubre el origen del codiciado botín: un anillo ensartado al dedo de una mujer muerta.

El chiclero tarda en desenmarañar la bruma de sus cataratas. Se concentra, afilando la vista y cuando el cuadro esclarece, se sostiene en el borde de la piedra fría. El peso de aquello que sus ojos revelan amenaza botarlo al suelo.

El cuerpo flota boca abajo, plácido e hinchado como un saco de mazorca, impávido al asalto de las aves negras que sin piedad resumen el picoteo del dedo inerte. La aureola de cabello largo se mece en el agua, vaporosa, como crin de yegua suelta, desatrampada. Las faldas se encaraman revelando la intimidad de muslos jóvenes, caderas amplias, tobillos frágiles. Formas rígidas y enceradas de maniquí. Don Perfecto de pronto la reconoce: es la chica de las noticias. La reportera.

Los narcos llegaron el pueblo.