Por Rita Wirkala
De reino en reino el ser humano fue pasando, hasta alcanzar su robusto estado actual de raciocinio y conocimiento, olvidando en el proceso las anteriores formas de inteligencia. (Rumi).
Contrariamente a lo que el título sugiere, estas páginas no son un poético canto a los magníficos gigantes de las florestas ni una metafórica alusión al susurro de sus hojas o el diálogo con el viento; ni siquiera al trino de las aves que los habitan. En este ensayo me refiero literalmente a la comunicación que los árboles establecen entre sí en un bosque sano, y a la naturaleza de sus conversaciones.
Para aquellos a quienes los misterios de la vida no los asombra a diario como a mí, pueden parar aquí esta lectura. Para los otros, los que sienten alguna afinidad con el mundo inaudible que vibra en torno nuestro, tal vez encuentren interesante la idea de que el lenguaje y la comunicación no es propiedad exclusiva de los humanos y, en menor medida, de los animales, sino que se extiende al mundo vegetal, el de los bosques.
Como alguien que vive barajando a diario tres lenguas diferentes, es natural que cualquier novedad relacionada al lenguaje siempre me atraiga como un imán a su polo magnético. Ya sea aquello que se trate del origen de la lengua hablada (y refuten a Noam Chomsky), o del fenómeno a nivel neurológico, o de los chasquidos de los bosquimanos del Kalahari, o del lenguaje corporal, o del canto de las ballenas, el tema lingüístico ejerce en mí una constante fascinación. Por lo tanto, la idea de que los árboles también se comunican, aunque no de una manera verbal sino físico-química, me atrapó desde el momento en que leí acerca de la intrigante www, es decir, la wood wide web.
El concepto de esta triple w apareció en una reseña literaria en un New York Time Book Review del año pasado, sobre el libro The Hidden Life of Trees, en la que se describían los hallazgos de su autor, Peter Wohlleben, un estudioso forestal en Alemania. Los descubrimientos de Wohlleben y otros anteriores a él, (una científica canadiense de nuestro rincón del Pacífico Northwest, entre otros) fueron comentados más recientemente en un artículo de la revista Smithonia (Whispering of the Trees, Marzo 2018).
Para quienes no tenga el tiempo, la paciencia o el espíritu para leer uno o el otro, aquí les presento mi propio resumen:
Desde Darwin, pensamos en los árboles como organismos independientes y desconectados que, según la ley de la selección del “más fuerte”, o la “supervivencia del mejor adaptado”, compiten por los recursos naturales: agua, nutrientes y luz solar.
La idea es sorpresivamente refutada con lo que a mí me ha parecido una serie de argumentos claros, científicos, desprovistos de cualquier pátina de misticismo o proposiciones de fenómenos supernaturales, que demuestran que árboles de la misma especie, y a veces de especies diferentes, llevan una vida comunal y cooperativa. Pero estas relaciones interdependientes tienen lugar a pocos centímetros debajo de nuestros pies: los árboles hablan mayormente con sus raíces. En una floresta que no ha sido extensamente dañada, dice Wohlleben, los filamentos de las raíces, finos como cabellos, se conectan con los microscópicos filamentos de hongos subterráneos llamados micorriza, que funcionan como mensajeros. Los hongos por su parte se benefician de esta relación simbiótica ya que a cambio reciben el azúcar que los árboles producen con la fotosíntesis. Y así se crea una extensa red de comunicaciones a través de la cual los árboles de un mismo habitat comparten no solo agua y nutrientes sino también información sobre las aflicciones que afectan a la comunidad entera.
(El fenómeno me resulta casi poético. No puedo evitar la triste comparación con la raza humana. Saltéese este párrafo quien detesta digresiones: Un grupo de organismos como estas micorrizas, que subsisten en la oscuridad subterránea, sin acceso a la riqueza del aire y la luz solar, reciben alimento de los poderosos gigantes. Después de dos millones de años de evolución, los humanos pisotean y denigran a los más vulnerables y menos privilegiados miembros de la escala social. Sin duda, hemos olvidado las formas de pasadas inteligencias del reino vegetal.)
Lo más sorprendente de estas conexiones arbóreas es que, además de intercambiar recursos tangibles, conforman una red social donde intercambian informaciones. Las raíces y sus mensajeros suenan la alarma cuando acechan peligros tales como escasez de agua, enfermedades, invasión de insectos o proximidad de predadores. De este modo, los participantes de la misma red alteran su biología para adaptarse a las nuevas circunstancias. Parece ser que estos mensajes de alerta constituyen el tópico de conversación más común entre los árboles. (De hecho, en este Facebook vegetal no se desperdicia energía en autopromoción y otras boberas).
¿Pero en qué código se envían tales mensajes? Los estudios se refieren a un lenguaje de naturaleza química, hormonal y de signos eléctricos de bajo voltaje, de pulsaciones lentas, que estos investigadores de las florestas están apenas comenzando a descifrar. Una especialista australiana mostró evidencias de que algunas plantas inclusive detectan e interpretan el sonido crujiente de las raíces de un vecino, a un nivel inaudible para un ser humano. Mapear estas redes subterráneas es como mapear un cerebro. Un centímetro cúbico de suelo forestal contiene varias millas de filamentos de estos hongos conectores.
Aunque las raíces son el conducto más importante para cambiar información, no es solo en el ambiente subterráneo donde tienen lugar las conversaciones entre estos seres forestales. El aire también sirve de mensajero, llevando los signos químicos de las feromonas y de diversos gases. Si una jirafa comienza a servirse de las hojas de las acacias, por ejemplo, la víctima no tarda en enviar una señal de alerta a su comunidad en forma de gas etileno. Las otras acacias montan la defensa enviando tanino a las hojas, lo que les da un gusto aborrecible al paladar de estas cogotudas rumiantes. Por supuesto, las jirafas–que crecieron entre las acacias—ya conocen el truco. Y saben que deben correr más rápido que el aire para llegar al próximo grupo de árboles desinformados e indefensos y tener su festín.
¿Pero cuál es la ventaja para un árbol mantener este tipo de cooperación y formar alianzas, inclusive con otras especies (cedros y arces, por ejemplo)? Al fin de cuentas, los recursos pueden ser escasos y la ley de la selección natural sugiere que deberían competir ferozmente, montar una guerra económica a lo Trump, o seguir el infeliz dictado de “buey solo bien se relame”.
Sin embargo, no es beneficioso para un árbol crecer aislado de otros, por una diversidad de razones (que no voy a enumerar aquí pero que están claramente explicadas en las fuentes que he citado). Por eso, en un bosque natural, afirma Suzanne Simard de la universidad de British Columbia, siempre hay “árboles madres”, que se identifican por su edad, tamaño, raíces más profundas, copas más frondosas y mayor conectividad de hongos micorriza, y que velan por la supervivencia de los árboles “bebés”, bombeándoles azúcar. Claro que el calificativo nada tiene que ver con su género sino con la función de nutricionistas. Estas “madres” están en condiciones de extraer más agua y recibir más energía solar, y compartir con los brotes que en la profundidad del bosque normalmente no reciben luz. Otro ejemplo son los tocones de viejos árboles que fueron cortados hace 400 o 500 años y que muestran trazos de clorofila, resultado de la continua alimentación recibida de sus vecinos vivos y vigorosos. “Como los elefantes”, dice Wohlleben, “los árboles fuertes no abandonan a sus viejas y reverenciadas matriarcas”.
Por último, los estudios afirman también que, cuando se corta un árbol, este utiliza los mismos medios químicos y eléctricos para para enviar una señal “dolorosa” a los árboles de su red de conexiones sociales.
En otras palabras, un bosque ralo es un bosque vulnerable. En un bosque natural, autosostenible, los árboles viven más. Por eso han evolucionado para cooperar con sus vecinos. De la supervivencia de la comunidad deviene la supervivencia del individuo.
No estoy intentando antropomorfizar la biología de los árboles, sino señalar un antecedente de una existencia vital cooperativa en nuestra más remota línea genética, la que se remonta a la vida vegetal.
El contraste entre la cooperación de los miembros de una floresta natural y la actual floresta de las naciones se vuelve hoy más pronunciado que nunca. Ojalá que el aislamiento al que nos lleva la presente coyuntura política sea apenas un accidente pasajero en la evolución social.
– Seattle, WA –