Por Jose Luis Buen Abad
12 de abril de 2014
El comienzo de la sabiduría es el silencio…
Los rododendros a punto de reventar su anual exhibición multicolor debajo de mi ventana anuncian la llegado del verano. Son los mismos rododendros que me recuerdan el temor a la ceguera. Al mismo tiempo que las azaleas caducan, los “corazones sangrantes» florecen, altivos y elegantes, debajo del manzano en el pedacito de esta tierra que poseo desde hace un tiempo.
Me despierta inicialmente la algarabía mañanera de los paros gorrinegros que se posan en las ramas entre las abundantes flores grandes y rojas que por las tardes atraen también a los silenciosos colibríes. Imagino que soy el único que escucha a estas aves errantes como si existieran solo en mis propios sueños; porque ella, dormida a mi diestra, no se inmuta en su cálido respiro. Vuelvo brevemente a mis sueños de lugares distantes.
Las aves de mi jardín terminan su canto de bemoles al unísono como si siguieran la mano de un conductor invisible que leyera una partitura marcando el compás a un tempo que solo la música más antigua pudiera emular. Es un lenguaje musical que hemos olvidado los seres que escogimos caminar sobre la tierra. Por esa razón soñamos con volar a lugares remotos.
Una vez levantado el sol, sin embargo, no es el trino de las aves lo que me despierta, sino su ausencia. El silencio mismo que se hace presente, como el frío cuando el calor se disipa. Es un silencio elocuente que enfatiza y resalta la realidad que me rodea, me abarca y me sumerge.
En estos días largos y brillantes, dejo que el silencio de mi jardín se amalgame con el sol y la brisa fría del mar pacífico para que juntos se metan por la ventana. Me sumo al silencio; las aves nos enseñan a escoger el momento preciso de callar y dejar que otros sentidos se despierten.
– Seattle, WA –