Es un día de calidez y confort matutino,
la algarabía tan infantil e inocente no presagia,
pero ya
vuelan las balas sibilantes por las sienes de los niños.
Atronadora es la trayectoria del metal y la pólvora
que impacta sobre sus pueriles carnes,
haciendo brotar
a borbotones ríos
ríos de sangre escarlata, de carmín y hollín.
Se retractan, como si no quisieran salir,
los pedacitos de muerte.
Cada una, es uno menos,
cada uno menos, es una más
otra más, familia,
sin las voces al fondo del pasillo,
de los zapatos que parecen de claqué.
Tintinean y resuenan, las cadenas y las puertas
que se cierran de golpe,
temblando a cada paso del hombre,
que fue empujando por
la posibilidad del buitre
de comer, otro día más,
a costa de la miseria ajena.
Recorren las mejillas las lágrimas
y el llanto se trata de ahogar,
pero las rodillas no son mudas,
y se escuchan como un sonajero que se agita.
Se televisa, una vez más la tragedia,
y lo abaten, o lo meten preso,
para qué
se arrepienta el convicto
mientras los suyos, acarician sus negros
negros metales, sus verdes,
verdes avaricias.
¡No volverán esos niños!
¡No volverán a sus aulas!
No volverán.
No.
Otros. Volverán.
En Mondragón, a 25 de febrero de 2018
Por Joseba Pérez Guerrero