Las carencias de visibilidad y representación que aquejan a los y las artistas pertenecientes a minorías han sido discutidas a profundidad en los círculos académicos de política cultural. Con base en estas discusiones, no pocas recomendaciones han sido emitidas y en consecuencia, los más progresistas circuitos del arte han puesto en marcha una serie de políticas y estándares para aminorar las barreras a la entrada de la escena y mostrar que el Arte no es un espacio discriminatorio, o por lo menos que ya no quiere serlo. La controversia ha emergido de manera siamesa a estas propuestas siempre, ya que este tema toca en partes muy sensibles del constituyente artístico.
En esta columna hemos discutido asimetrías en la escena cultural antes, en particular el tema de la sub-representación de las mujeres en Wikipedia, pero en esta emisión de Miralejos abordaremos una situación más mediata y escabrosa, se trata de una paradoja desatada por la puesta en marcha de algunas políticas correctivas aplicadas a los ámbitos curatoriales y administrativos, dirigidas por el ímpetu de solucionar estos problemas de visibilidad y exclusión que por siglos han prevalecido como la norma y que afectan a todas las comunidades marginalizadas y su presencia en las escenas culturales públicas.
El rango de creadorxs afectadxs por sesgos en la curaduría y programación de galerías, teatros y museos abarca numerosos grupos minoritarios. Muchos han sido los líderes que de forma activa y activista han buscado implementar mecanismos para corregir y mejorar esta situación con variados niveles de éxito, pero existe un área poco discutida en este ámbito: los efectos secundarios no deseados que estas correcciones pueden producir, ya sea para los artistas “beneficiados” y sus comunidades, o para la escena artística en general.
Crear arte y ser parte de una minoría no es lo mismo que crear arte acerca de ser una minoría. Si bien toda obra artística habla siempre acerca de quien la firma, su contenido no tiene por que enfatizar las características minoritarias de la autoría (por lo menos no explícitamente). Pero en el ambiente curatorial vigente, cada vez mas sujeto a un escrutinio público que clama por inclusión e igualdad, resulta excepcionalmente tentador difuminar las fronteras entre estas dos situaciones para satisfacer estándares, lo cual es terriblemente reduccionista y de facto discriminatorio. Por la parte de los artistas, la tensión generada por esta situación presenta una ventana única para insertar obra dentro de las selecciones a curar, con la protección de un jaque mate político, revirtiendo la lógica fallida cuando se implica que el rechazo de la obra es el rechazo del grupo minoritario al que se proclama pertenecer.
En este mundo incómodo la curaduría tiende a tomar decisiones que satisfacen a la tendencia, menos por adhesión ideológica a los principios y más por presentarse como incluyente, buscando blindaje ante la crítica. Lxs artistas por su parte encuentran más fácil obtener becas, espacios y programación cuando presentan obra que hace hincapié en sus características minoritarias, no importa si su imaginario artístico habita en este terreno. Ante el yugo de una inclusividad de cartón se debe ser explícitamente marginal para cumplir con la consigna, reduciendo el espectro creativo a la protesta, el lamento o la anécdota. La miopía que emerge es anatema de los motivos originales y una obvia deslealtad al proverbial caleidoscopio de inclusión que da vuelo a todo esto.
Idealmente estas presiones resultarían en una programación más variada, que diera voz a quienes no la han tenido antes, robusteciendo la oferta artística y contribuyendo a generar una sociedad más tolerante e incluyente. Pero entre la teoría y la práctica se encuentra el abismo de la incomprensión entre grupos culturales, magnificado por lo políticamente correcto y los falsos cognados.
Cuando estos procesos de inclusión se llevan a cabo con respeto y profundo conocimiento de los grupos que se busca beneficiar, los resultados son extraordinarios, pero desgraciadamente esto sucede de forma excepcional. En los casos mas extremos, el fenómeno da pie al tedio, la complacencia y la mediocridad, obstáculos que se han atrincherado en el silencio incómodo de teatros y galerías que permiten el ridículo de comunidades enteras por vía de obras mal escogidas. Este resultado contradice a los principios igualitarios de origen, generando así un círculo vicioso en donde los artífices del proceso artístico responden antes a criterios demográficos que a los de calidad artística, sentenciando estas iniciativas al mundo de los elefantes blancos. El engaño se manifiesta en espejo desde las obras fallidas: tanto quien la programa como quien la crea, ve en ella su supuesta virtud, it’s a small world after all.
Cuando esto sucede los resultados son catastróficos para todxs, en los peores casos se logra incluso dañar la reputación de la minoría que supuestamente se busca beneficiar. Cuando se otorga entrada a los espacios de prestigio en cualquier disciplina a la producción artística de autores o autoras, sola o primordialmente con base en su etnicidad, género, raza, orientación sexual o nacionalidad, se corre un riesgo enorme. Si la obra en cuestión no cuenta con elementos en su factura y concepto para sustentar su presencia en este ambiente, se le pondrá en una posición vergonzosa, más aún, si la obra o quien la firma se presenta como abanderadx de su comunidad, habrá hecho un flaquísimo favor a su gremio. Además, en este caso, se habrá otorgado a una persona no preparada, la credencial de haber mostrado una pieza en tal o cual museo/festival/galería/teatro; fincando así un precedente que incentiva esta forma de creación y anuncie a la obra fallida como “lo mejor” que “ellxs” tienen que ofrecer. (condescendencia cultural = supremacía de la mayoría)
De ninguna manera hay que rechazar los intentos para corregir la muy generalizada y prevalente omisión sistemática de las contribuciones artísticas emergidas en grupos tradicionalmente marginalizados, y mucho menos condenar a quienes genuinamente buscan una mejora, pero las soluciones simplistas y automatizadas carecen de matices fundamentales para empoderar y fortalecer su presencia en la esfera artística. Realizar una curaduría que permita la vergüenza de una minoría (con o sin dolo) respondiendo solamente a exigencias de corte social es un absoluto fracaso curatorial. De igual manera, aprovecharse de estas políticas y la posible ignorancia de quien programa para presentar obras cargadas de determinantes minoritarios, pero con sustancia artística magra, es por lo menos una traición imperdonable.
Quiero dejar en claro que mi opinión es que estas medidas de corrección en el ámbito artístico son absolutamente necesarias, pero la mera inclusión de cuotas y reglas que obliguen a solucionar este desbalance en términos de porcentajes es una forma de profundizar, no arreglar el problema. Sin claros estándares, búsqueda profunda, interseccionalidad con instituciones educativas y formativas, y una honesta ética curatorial, es mejor no gastar las energías.
La clave es la responsabilidad, de quienes deciden y de quienes crean. En el extremo de la programación es obligatorio el trabajo de campo profundo, hacer llegar las convocatorias a todos los oídos correctos, entender que la falta de representatividad también se engendra por una desconexión con los circuitos habituales de distribución de información. Por la parte de la creación es obligatorio asumir que cuando se aborda la identidad de un grupo marginalizado. No es suficiente pertenecer para representar. Al enlistarse en este tipo de proyectos se debe asumir un nivel de exigencia superior.
Ha sido muy difícil llegar a un momento en que esta conversación no solo existe, sino que presiona a las instituciones para mostrar a todas luces que forman parte de ella. En efecto, hay mucho que celebrar en este sentido, pero existe en estos métodos de reconciliación una fragilidad enorme. La construcción de correcciones en la relación entre el mainstream y quienes han sido negados de su ensamblaje desde siempre (en un sistema que todavía no ha madurado en términos de sus mecanismos de inclusividad y pluralidad) es muy vulnerable a las arenas movedizas de los sesgos (frecuentemente invisibles) que aquejan a quienes toman decisiones, al miedo de ofender, y a los oportunismos de creadorxs artísticamente débiles, pero socialmente muy despiertxs. Se trata de una paradoja en donde una prueba injusta se impone a partes que, a pesar de su ceguera heredada, deben entregar visiones nítidas. El fracaso en este caso, implicaría la derrota de los principios que fomentaron erguir su marco de pertinencia.
Bien dijo William Blake que el camino al infierno está hecho de buenas intenciones. Ejercer el Arte como agente de cambio requiere un compromiso muy serio y sobre todo una honestidad que trascienda los lineamientos básicos de la buena voluntad, una honestidad respecto al talento y la valía de una obra con base en méritos dignos de su contexto.
Esta oportunidad no es una garantía, más bien es una apuesta. Si no se arrebata el podio de forma insolente, con el motor de un talento innegable, se corre el riesgo de justificar la exclusión.
¿Por qué llegamos a esta espada de Damocles? ¿Será que los dados estuvieron cargados desde el principio? Eso es material para otra columna, pero no arruinemos una buena promesa, seamos exigentes, lo merecemos.
No queda más que superar esta prueba, de lo contrario habremos cavado la tumba de la inclusividad en el Arte pensando que estábamos construyendo su palacio. Maldita bendición.
*Moises J. Himmelfarb es bailarín, coreógrafo y gestor cultural. Actualmente funge como coordinador de Asuntos Culturales en el Consulado de México en Seattle. moises.himmelfarb@gmail.com