Por Kenneth Martinez
En medio de la tumultuosa ciudad de Seattle hay una tienda de recuerdos. Nadie parece notarla o tomársela en serio; en una ciudad secular todo es una broma y todo es irreal. Pero ahí está, entre la Octava y Pine Street. Alrededor hay una Apple Store, una tienda de trajes a la medida con amplios escaparates y enormes espectaculares. Para acceder a ella, se debe entrar por un pasillo al lado de la tienda Nike, pasar un establecimiento de productos esotéricos y otro de tatuajes, y al final se encuentra “The Remembrance Store”, título sin ningún adorno o color. Dentro de la tienda atiende una atractiva señorita llamada Helen, de veinte o veintiún años. “¿Cuál es el recuerdo que desea, señor?” pregunta con una amplia sonrisa. Los tímidos y timoratos primero se excusan y dicen que solamente están viendo, mientras que los incrédulos vienen y rezongan que paren esta farsa, que es un insulto a la ciudad más educada de América, a lo que Helen solamente sonríe.
Los precios varían dependiendo la naturaleza y el detalle de los recuerdos. Se pueden encontrar buenas memorias desde los cien dólares, pero algo hecho a la medida es increíblemente caro; un producto que solamente los magnates pueden adquirir.
Los recuerdos que se compran son sumamente variados. Hay personas a las que les salió mal las vacaciones de sus sueños; fueron a Europa pero no pudieron visitar la Torre Eiffel. Tuvieron una emergencia en Chile y no llegaron a la Patagonia. No quieren volver a pagar un viaje entero, de modo que van y piden un recuerdo de la ciudad o atracción requerida. “Es completamente válido”, razonan, “pues yo lo había planeado; era parte de mi futuro”.
Hay quienes en cambio quieren terminar en mejores términos sus relaciones sentimentales y deciden implantar las imágenes de un último adiós que nunca existió (doscientos dólares con diálogos genéricos) o un reencuentro que deja la relación en mejores términos y permite al cliente hacer closure (mil dólares incluyendo una personalización del ambiente). Uno que otro despistado pide borrar por completo los recuerdos de su otrora amante, a lo que Helen responde que ellos implantan nuevos recuerdos, no borran los anteriores.
También hay gente con un pasado difícil que solamente quiere una luz de esperanza en su historia. De los recuerdos más pedidos son momentos agradables con progenitores, mayormente padres; el haber jugado con él a las muñecas, el recordarlo en su graduación. Helen ha intentado un par de veces implantar un padre con enfermedad terminal sobre los perpetuos recuerdos de un patriarca beodo. Los resultados fueron mixtos; las personas aún pudieron recordar en forma distante los abusos y excesos de sus padres, pero ahora lo compadecían y excusaban al saberlo con un padecimiento fulminante.
Empresarios y ricachones de vez en cuando ordenan memorias a la medida. Ellos no van al establecimiento; llaman a Helen quien los visita los fines de semana. “La gente rica es idiota”, piensa ella mientras elabora los más bizarros e impronunciables recuerdos: alguien quiere haber salido con Emma Watson, alguien desea saberse raptado y escapado por sí mismo. Uno de ellos pagó por recordar haber asesinado a su antiguo compañero de negocios, quien ahora cumplía una cadena perpetua en prisión.
Helen a veces no cobra; regala recuerdos solamente para ayudar. A su compañero de clase, Jim, quien era constantemente ofendido y ultrajado, le obsequió un recuerdo de haber vapuleado a su bully en la escuela elemental. Días después, Jim comenzó a responder a sus ofensores hasta que finalmente se enfrentó a golpes con uno. Helen estuvo orgullosísima.
Cosas curiosas ocurren con las personas que han comprado un recuerdo. Muchas se fuerzan a olvidar que alguna vez fueron a la tienda y casi lo consiguen, apropiándose por completo de la historia implantada. Otros, en cambio, se sienten culpables de haber alterado su pasado y la esencia de ellos mismos, por lo que intentan desprenderse de la reminiscencia espuria, y molestan por días o semanas a Helen. Por eso es que ella ofrece un paquete con el recuerdo secundario que el suyo fue el último de los trabajos realizados antes que cerrara la tienda. Si la dueña juzga como inestable al cliente, lo añade sin decírselo o cobrárselo. Hay otros que sólo tienen una vaga noción de haber comprado una remembranza, pero no tienen la certeza de cuál y eso los atormenta. Comienzan a dudar de todo, preguntándose si alguna vez fueron campeones de básquetbol en Highschool, si su mamá realmente murió de cáncer cuando ellos eran pequeños.
Por otro lado, en internet han comenzado a surgir foros de hágalo usted mismo, en que supuestos expertos dicen de qué forma pueden diseñar ellos mismos los anhelados recuerdos. Hasta ahora, no se ha sabido de una persona que tenga éxito.
A pesar que Helen ha intentado mantener un perfil bajo –no anuncios de periódico ni sitio web– grandes corporaciones se han enterado de su giro y la han visitado con jugosas sumas de dinero. Ella solamente dice que el negocio es familiar, y no está en venta. Tampoco el know-how. Ante un empresario desesperado de poder, que comenzaba a fustigarla incansablemente, ella decidió implantarse un recuerdo sobre ella implantándose el recuerdo de haber sabido siempre el arte. La remembranza fue lo suficientemente confusa para trastornar su cabeza y hacer imposible explicar o transmitir el conocimiento. Sus manos saben cómo prepararlo todo; ella solo mira perpleja sin entender cómo lo hace.
Ese recuerdo le ha difuminado otro. Su papá, antecesor en el local, le dejó un curado especial, pidiéndole a Helen que se lo implantara a ella misma a los veintiún años. No le dio explicación ni detalles, pero la Helen de once años obedeció a su papá y lo puso en el rincón de la repisa frontal.
La memoria contenida era la completa desaparición de la Remembrance Store. Helen se despertaría estando segura que la tienda era una farsa; que lo que vendía eran drogas alucinógenas, y que el último deseo de su padre fue cerrarla. Él no quería que Helen continuara por el degaste emocional que conlleva entrar en la cabeza de la gente; en la inevitable coraza que el alma va forjando cuando uno conoce la oscuridad del ser humano.
Pero ahora el recuerdo está olvidado. Cuando Helen baja algún material de esa repisa y lo ve, siente calor en su interior y una evocación muy viva de su padre, pero no está segura de qué es. Ahora está condenada a una vida entera atendiendo la tienda de recuerdos.
*Un cuento del libro «Tomu y otros cuentos» disponible en https://www.amazon.com/
La persistencia de la memoria – Salvador Dalí