Al leer un telegrama oficial del presidente de la república en el que le anunciaba las buenas nuevas, Alejandro no podía esconder el júbilo que invadía todo su ser. Hombre corto de palabras, sumamente reservado, interiorizaba sus emociones, únicamente para –en su impenetrable mundo social– congratularse a sí mismo. Con el amarillento papel oficial en la mano empezó a pasearse por la casa, a la vez que emitía una risilla nerviosa que denotaba su pleno regocijo.
Ante tan abierta y emotiva expresión y sin saber qué reacción habría de suscitar el tan temido e impredecible compañero de su vida, Laura se alarmó un poco, no pudo contener la curiosidad y, titubeante, le preguntó: ¿Se puede saber por qué te estás riendo solo? –Alejandro depositó el gubernamental papel en la mesita de noche y procedió a refregarse las manos, otra muestra abierta de alegría, muy característica de él. Me han dado el pase a San Cristóbal. Vamos a permanecer allí tres años.
¿A dónde dijiste? –de nuevo le inquirió Laura, en un tono un tanto desconcertado. Al Archipiélago de las Galápagos, en calidad de Jefe Territorial y Gobernador –muy orgulloso, contestó Alejandro. —Pero… allí no hay nada, ni esperanzas de civilización, he oído decir… –le replicó Laura, un poco tímida, mientras lactaba a la pequeña Alexandra, quien, con sus grandes ojos verdes, ni de la más remota idea era consciente de que, para su crucial aprendizaje infantil, ante sí se abría un enriquecedor mundo.
Si lo que consideras civilización es esta partida de sinvergüenzas y facinerosos que se han apoderado de nuestro pobre país y cada día lo hunden más, es preferible rodearse de estos sabios animales que, en perenne armonía, han podido adaptarse a su cambiante hábitat. Eso constituye una trascendente hazaña del mundo animal, de la cual, aunque lenta, la llamada gente debe aprender –a su vez, exasperado, replicó Alejandro.
El 20 de enero de 1939, a las 7:00 de la mañana, en un buque de la armada ecuatoriana, denominado Presidente Alfaro, la familia partió hacia su nuevo destino. La travesía duró cinco días, sin contratiempo alguno, hasta, al caer el sol, llegar a San Cristóbal. A la distancia lejana, en el agua, con la agitación de las olas, se asomaban las paradisíacas islas, que así les brindaban la bienvenida, y los lobos marinos, bramando alborozados, se tiraban al agua, en celebración de un día más de vida.
Enseguida, Laura se dio cuenta que se encontraba ante un mundo inimaginable, digno de ser explorado. Con ahínco e ilusión se lanzó a su labor. Se hospedaron en la única vivienda existente: una casita de techo de cinc y maderas tropicales, construida por una colonia noruega de pescadores que antes había vivido allí.
Alejandro procedió a organizar la construcción de un cuartel, una enfermería y lo que consideró más importante: erigir un plantel escolar para los hijos de los soldados y de generaciones futuras. Hombre culto, de letras, estaba consciente de que la patria necesitaba erradicar el analfabetismo, para la transmutación a un pueblo poderoso, dueño de sus designios. Una vez edificado el plantel escolar, el Ministerio de Educación lo nombró Escuela Fiscal Alejandro M. Alvear, en honor de su fundador, designación aún vigente en la actualidad.
Alexandra, hija libre de la naturaleza, se compenetró con ella y disfrutó una existencia que ningún libro para mejorar la crianza de los niños habría logrado equiparar. La niña se desenvolvía diariamente en su ilimitado parque de recreación, con una playa blanca irradiada por un sol brillante que, con vivencias imborrables, bronceaba su espíritu. Nadaba y jugaba con las crías juguetonas de lobos marinos que, soplando burbujas, se sumergían y asomaban la cabeza arrimándose a ella en un ritual retozón y desenfadado.
Los pingüinos –siempre bien vestidos, de rigurosa etiqueta (como embajadores de su país en su propia patria), que ella se atrevió a pensar fuese para halagarla–, en rítmico bamboleo pedestre de un lado a otro, a su perenne fiesta agregaron un nuevo objetivo: persecución por la playa, para invitarla a participar en su danza estival. Desbordante de alegría, descalza y exenta de inhibiciones, se comunicaba con el mundo de sus lúdicos compañeros y absorbía las lecciones que, desinteresadas, le impartían estas simpáticas creaturas.
En enero de 1940, Alejandro creyó conveniente mandar a la familia a Guayaquil para someterla a los exámenes médicos regulatorios y que se le aplicaran las vacunas necesarias. A Lorenzo, primo de Laura, le pidió ir a Galápagos, para que la acompañara en ese viaje por alta mar, pues no era bien visto que una mujer con una niña viajara sola en barco, y era imperativa la disponibilidad cercana de un hombre de confianza para que durante la travesía le brindara ayuda.
El barco de la marina mercante «La Pinta» emprendió la salida a las 6:00 p. m. Alejandro se alarmó al haberle informado el capitán que el navío no estaba dotado de radio. Para calmarlo en su justa preocupación, el capitán esperó a que, desde Guayaquil, llegara otro barco más pequeño, pero con radio, para que, en caso necesario, siguiera a «La Pinta».
–No se preocupe, mi comandante. Ya se arreglaron todas las dificultades. Le aseguro que su señora y su niña estarán en las mejores manos y, sanas y salvas, van a llegar a su destino. Palabra de honor –balbucía el no muy confiable capitán. Alejandro sucumbió ante tan ilusas y falsas promesas y, tragando fuerte, se convenció a sí mismo que la inesperada visita no iba a estar exenta de algún penoso contratiempo.
A las 24 horas de haber zarpado el barco, exactamente a las 9:00 de la noche, Laura oyó que el motor de «La Pinta» se había averiado y no funcionaría más. El barco que supuestamente habría de guiar al ya obsoleto buque en caso de que surgiera algún problema, desapareció del mapa, lo abandonó a su suerte, y esta nave quedó al garete, con rumbo vacilante.
Dos meses antes se había descompuesto la estación de radio de las Galápagos. Aunque hubiera estado operable, al mandar un mensaje, sus emisiones de palabras que transcurren por el medio etéreo no habrían logrado recepción. Laura, con su característica serenidad, hizo frente a la adversa situación lo mejor que estaba a su alcance: guardando la calma y la compostura ante su pequeña hija, quien la asaltaba con todo tipo de preguntas.
El barco se balanceaba intensamente, lo cual provocaba que los especímenes de ganado vacuno y porcino que llevaba de carga se resbalaran y alternaran topes contra ora una pared, ora contra la opuesta, al ritmo de sus ensordecedores bramidos y chillidos. Pero quien más bulla metía era el que se suponía habría de cuidar a su prima y a la pequeña sobrina, aportarles toda la protección que merecían, en calidad de mujeres vulnerables.
Sí. Se trataba del mismísimo Lorenzo. Fue víctima de un ataque de nervios que provocó una situación aún más desesperante. No cesaba de gritar a todo pulmón: ¡Nos vamos a hundir y a ahogar! ¡Ay, Dios mío: ayúdanos y ampáranos! ¡Sáquenme de aquí, que me voy a hundir! –imparable, emitía su vociferación.
Por favor, primo, no te pongas así. Otro barco seguramente nos va a rescatar –le decía su prima menor, mientras lo acurrucaba entre sus brazos para calmarle el dolor y la angustia. Laura se atribuía culpabilidad cuando, en la machista sociedad de su tiempo, la invadían pensamientos cuya expresión hoy sería inaceptable: ¡Qué estorbo tener aquí a este hombre, que no sirve para nada! Voy a suministrarle un somnífero para, así, durante estas tribulaciones, tener un poco de paz y cordura –decidió Laura, con firmeza.
Gracias al efecto del calmante, en el ambiente volvió a reinar la paz, ya que Lorenzo dormía plácidamente, lo cual permitió a ella y a la niña cerrar sus ojos y esperar un nuevo día.
Al no recibir noticias, ni en bien ni en mal, acerca de la travesía del barco, Alejandro empezó a sospechar alguna calamidad y procedió a comunicarse con todos los buques pesqueros que se encontraban en el área, para pedirles que buscaran a la indetectable embarcación. Un barco de bandera portuguesa, «Estrella del Norte», localizó a «La Pinta», la cual, sin rumbo fijo, navegaba hacia donde la llevaran las corrientes marinas y eólicas.
En la madrugada, a la tenue iluminación proveniente no sólo de estrellas y luceros en el firmamento se sumó la luz que procedía de un providencial barco portugués salvador, que en el horizonte iluminaba el mar, para identificarse y proceder a la salvación de la tripulación y de los angustiados pasajeros de la malograda «La Pinta», la cual, por buena suerte, en el curso de seis días no se había alejado mucho.
Ya en tierra, Laura se sintió feliz de encontrarse otra vez libre de la obligación moral de cuidar primos pusilánimes; de nadie. Lorenzo, según él, se había comportado a la altura del deber, como un verdadero hombre.
Su Prima, condescendiente, lo dejó hablar, que fantaseara, aunque fuera por unos minutos, en su papel de valiente protector de seres humanos endebles, ante las miradas de respeto y admiración de todos los oyentes, que ignaros de los sucesos verdaderos, atentos, se dejaron cautivar con la fascinante fanfarronada de aquel mendaz impostor.
Copyrigth. Montserrat Alvear Linkletter