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Nubes y maletas

  • Ensayo

 

Por Eunice Garcia

 

Me gusta pensar que antes era menos horrible viajar.

Pienso en los pasajeros a bordo de un tren, despidiéndose amorosamente de los familiares que los ven partir. Imagino un cuarto (¿camarote?) amplio con sillones cómodos. Un periódico en la mano, alguna bebida cerca. Conversaciones espontáneas con el compañero de viaje. Trayectorias largas que se recorren despacio, dejando el tiempo necesario para extrañar la tierra que se aleja y añorar la estación que espera. Los viajes en barco se me antojan serenos, rítmicos. Adecuados para soñar ─bien despiertos─ mientras la mirada se pierde en las ondas diminutas que se forman en el agua.

Ya no. Hoy en día viajar es una pena, un castigo monstruoso para el hombre moderno. Pareciera ser que el futuro, con su apabullante inmediatez, ha venido a estropearlo todo.

Bajo la promesa de un viaje acelerado, de la ilusión de llegar a un destino lo más pronto posible, hemos renunciado al placer de viajar. Los trenes, casi extintos, cedieron el paso a artefactos igual de ruidosos, pero más grandes, más incómodos, agobiantes. El tiempo antes destinado al traslado se sufre ahora en una sala de espera, en una fila para documentar, en la línea de abordaje.

Se nos priva del paisaje, también. Salvo la ciudad que se asoma al momento de despegar y aterrizar, la ventana se limita a compartir nubes tristes, perezosas, insulsas. Manchas en el cielo que, además de monótonas, traen consigo turbulencias. Los asientos diminutos constriñen el cuerpo, arrebatando así el sentimiento o ilusión que nos animó a viajar en primer lugar.

Las azafatas de antaño, impecables, han terminado por difuminarse. Ahora señoritas de peinados relamidos y labios rojos lo apresuran a uno para incrustarse en el asiento, inclementes, sin simpatía alguna. Justo cuando uno ha logrado dormirse, sádicas, pasean por el diminuto pasillo, ofreciendo bebidas de precios dudosos, galletas viejas y muecas de hastío.

El compañero de viaje sufre en silencio. Desconfiado y torcido, incapaz de iniciar una plática amable, alguna anécdota memorable, algo. Luego de horas insufribles, llega el momento del aterrizaje y con él los instintos más salvajes de los viajeros: se paran con prisa, se amontonan en el pasillo, abren compuertas con violencia y esculcan hasta apoderarse de su maleta.

Maltrechos, jorobados y humillados, bajan obedientemente del avión. Esperando más maletas, miran fijamente cual imbéciles alguna banda giratoria. Filas, empujones, abrazos y bienvenidas bruscas supeditadas a las altísimas tarifas de un estacionamiento.

Imagino que antes era menos horrible viajar. Rumio despechada esa idea mientras arrastro penosamente mi maleta. Esperar, abordar, aterrizar, desempacar. Qué asunto tan horrible es viajar.

 

 – Hillsboro, Oregon –