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Otros labios

 

 

Por Edith Tavarez

 

Aquella tarde de octubre, el cielo estaba muy nublado. El viento soplaba con fuerza y yo disfrutaba desde lo alto del balcón el rozar de la ventisca. Las nubes se hacían cada vez más oscura alertando una tormenta cercana. Las plazas del centro comenzaron a vaciarse y el tráfico siguió en aumento. Cerré con fuerza el ventanal del balcón y fui a descansar al único sofá que había en la habitación.

Habían transcurrido escasos minutos cuando escuché ruidos extraños en la calle. Me asomé con rapidez por el balcón y allá abajo yacía un hombre, pidiendo refugio bajo la tremenda tormenta. No lograba verlo, puesto que cubría su cabeza con una gabardina negra.

—Señor, ¿en qué puedo ayudarle? —grité sin recibir respuesta.

Después que la tormenta se calmó, el señor dejó ver su cara y muy apenas logré entenderle.

—Necesito refugio por esta noche—me dijo agitado.

Desde el balcón lo veía desesperada. Era un extraño como cualquier otro en las calles solitarias a media noche. Pero en esta ocasión era a causa de la tormenta y las previsiones estaban repletas de horas de lluvias.

—Pero no puede subir a la habitación—fue mi respuesta al saber que mi tía había llegado a casa.

—No importa, sólo esta noche. Puedo subir a través de la ventana y el balcón, necesito refugio—mencionó alzando la voz, mientras escalaba a través de la ventana.

Una vez que había montado los balaustres, entró a través del ventanal temblando, empapado de lluvia. Le acerqué una toalla y comenzó a secarse el cuerpo. Le ofrecí un poco de café, mismo que se bebió a grandes sorbos.

Cuando terminó de secarse, dejó ver su piel tan blanca. Sus ojos negros le sentaban muy bien. Era un joven hermoso, su cabello húmedo lo hacía verse sensual. De repente me sentía muy mal, por tener un extraño en mi habitación. “Qué inocente”, me habría dicho mi padre como siempre.

Horas más tarde, él seguía dormido. No habíamos platicado mucho ni sabía su nombre. Me quedé recostada desde mi cama observándole atónita como nunca antes lo había hecho. No podía bajar a dormir a la sala y llenarme la boca de mentiras al hablar con mi tía. Preferí quedarme a cuidar al chico extraño. De pronto, desperté de un profundo sueño a las dos de la madrugada. El chico estaba despierto observando el cielo desde el balcón y los callejones empedrados. Me le acerqué sin hacer ruido pero al instante sintió mi presencia.

— ¿Qué tal dormiste? —me preguntó con tono suave.

—Muy bien. Quizá quieras que baje a la cocina por algo de comida.

— No, el café me hizo bien. Así que tú eres la chica del balcón.

  • Me gusta cada tarde observar la ciudad desde aquí.
  • Lo sé. Te he visto un sinfín de veces.

Aquello no sonaba bien, me había estado observando varias ocasiones sin darme cuenta de aquellos ojos negruzcos.

  • ¿Te vas? — pregunté con extrañeza, mirando cómo bajaba por el balcón.

El silencio me respondió. Lo vi desaparecer entre las calles húmedas. Toda parecía irreal hasta que vi que había olvidado su gabardina negra. Me fui a la cama y me cubrí con ella quedándome completamente dormida.

Al día siguiente, desperté hasta tarde. De nuevo al caer la tarde permanecí en el balcón sin lograr tener una señal de aquel joven desconocido. Comencé a sentir mis horas tristes y dormía lo más temprano posible. El reloj había marcado las dos de la mañana, cuando unos golpes en la ventana me despertaron. Era él, bajo la lluvia. Entró a la habitación al igual que la primera vez y cayó rendido a descansar.

  • De nuevo tú aquí —comenté como si no fuera sorprendente.
  • Claro, si me lo permites aquí estaré.

Pasamos toda la noche platicando y leyendo mi libro favorito. Lo estaba pasando increíble en su presencia y como cada noche, llegaba justo a las dos de la madrugada. Amanecía con ojeras pero muy contenta. Nunca quiso cambiar su horario tan misterioso, no entendía por qué. Transcurrieron hermosas veladas, ambos comenzamos a demostrarnos lo especial que éramos para el otro. Seguía sin aceptar el hecho de habernos conocido de una manera tan drástica.

Dormía por las tardes luego de terminar mis labores del colegio, pues el sueño me estaba cobrando muy caro. Aquel día recuerdo muy bien. Decoré mi habitación con las mejores luces de colores, coloqué una colchoneta en el suelo cerca del balcón. Preparé diferentes platillos para cenar juntos. Me había prometido que llegaría una o hasta dos horas antes, pero terminó llegando a las dos como de costumbre. No lo entendía.

Por suerte esa noche la lluvia se había tranquilizado. El bello joven llegó con su mejor chaqueta y un amaderado perfume. Lucía formal y a mí me temblaban las piernas. Nos sentamos en el suelo en silencio y comenzamos a degustar los platillos. Eran diferentes carnes en salsas, puré de papa y una botella de vino tinto. Era una noche más del primer mes de encuentros. Mi habitación era el paraíso a excepción de sus momentos de silencio. Algo ocultaba en sus ojos y no podía descifrarlo. Las copas cristalinas fueron llenadas de vino una y otra vez hasta perder la noción.

De un instante a otro, sucedió como era de esperarse: sus labios acabaron sobre los míos, nuestras almas se unieron por primera vez. Se marchó ya avanzada la mañana. Otras veladas habían llegado, horas deseables para mi alma. Una vez más lo vi entrar por la ventana caminando tan atrevido hacía mí. Fue entonces que me besó tan fuerte como la noche anterior, dejando permanente el sabor de su boca en la mía y el olor de su perfume  impregnado en mi piel. Esto sucedía cada anochecer, cuando a la luz de la luna me desvestía para esperarlo y ver ante mí cómo llegaba besándome la frente. Como cada mañana, amanecía tumbada entre las sábanas con la ilusión de volverlo a tener en mis brazos. Transcurrió una semana donde cada atardecer, las campanas de la iglesia sonaban con furor.

— ¿Qué habrá sucedido tía?—pregunté asombrada.

  • Suena como si alguien hubiera muerto. No, espera —se detuvo unos instantes y tomó aire — es la misa para Roberto.
  • ¿Roberto? No tengo idea de lo que pasa por estos rumbos.

—Cada año se celebra una misa y se hace oración en memoria de un joven que hace tres años murió. Sólo sé que terminó estampándose con el poste que está frente a la casa, como a las dos de la mañana.

Me encerré en la habitación. Mis ojos comenzaron a ser cristalinos y mis labios temblaron sin parar. No podía hablar ni sonreír, gritaba en silencio. Pasaba horas en mi rincón favorito con un reloj en mis manos y una copa de vino tinto. Él no llegaba. Ya nadie atravesaba por la ventana. Quizá él ya había encontrado otros labios y aquel espíritu nunca más regresaría a mí.  

Desde que entendí la verdad, no ha vuelto más. Las noches llenas de pasión, desaparecieron como polvo en la oscuridad. Cada noche lo seguiré esperando, creyendo en este amor tan vivaz, sin descartar la idea de que ha de besar otros labios pero los míos, ya jamás.