Por Odalys Interian
Perder la luz, toda la luz, seguir en la ceguera, arder sin tiempo en el último minuto, en el reflejo del deseo y no ser. No ser mujer, ser un objeto, un maniquí en esta carencia que deja en mí la lluvia de los días. Una nada en su disfraz, royendo las máscaras que me dejó la noche.
Arder en la lluvia de una palabra, en ese arcoíris lleno de soledad y pájaros tristes. Entregada a la amargura de esos pájaros sin vuelo, en el revés de la luz y los gestos traidores. En esa infinitud de laberintos donde perdida, tejo y destejo señales que nadie advierte. Ellos fingen que no ven esta muerte, como me desmorono tras los muros de tanta indiferencia. Trago mi sangre, vampira, en espera del golpe. Podré beberme, y me bebo, soy un animal, me acostumbro al grito y espero la señal, la hora de tenderme mansamente a esperar la caricia, las migajas que caen.
Y vuelvo a ser lamida por la imagen que venero, no un Dios, un monstruo desde su férrea frialdad, un bruto fluyendo a su misma eternidad de bruto. Vuelvo a mi rincón, como el perro vuelve a su vómito. Y sigo en la burbuja simulando esa serenidad del pez, en ese encierro donde ninguna luz acierta a devolverme.
Soy nada. El espejo no logra refractarme, es otra quien se inclina, otra la que recoge el reflejo fiel de mi impostura, algo nos separa. Me han borrado el rostro, nadie ve esa línea gris, los hilos cruzados y vueltos a cruzar. Nadie ve desangrar la belleza intocable de esta melancolía. Los tornados que llegan. No puedo liberarme de mí, de estos vendajes amargos, de ese ojo de cíclope que vigila mientras las nubes se deshojan.
El día trae un rocío violento. Desde ese ángulo audaz que configura otra simulación, un abismo se derrama, el colorido infiel de ese crepúsculo que adivino desde el silencio. Un tétrico color de lejanías, un espejismo, un triste espejismo de mí misma.
El silencio es como Dios, es único e invencible, lleva una melodía ignorada, una multitud de formas, todo el peso del color y la cordura, un espacio donde sanarme. El silencio y yo en ese abrazo único, en esa reconciliación donde nadie se entromete.
Arder en el silencio, en lo ausente sin perder la nostalgia. Arder dócil en la palabra que callo, en el eco de un sepultado otoño.
Soy una marioneta entregada a la mímica, un sol cotidiano en su estallido y ardores inútiles. Soy pasto, se queda en mí un residuo sereno de la noche. Minúscula, después de la mirada, una fotografía, un negativo en su inmensa multitud de lágrimas. Y vuelvo al rosal que arruinaron los vientos, soy hormiga y goteo, goteo sombras, espacios, dudas que se mezclan en un cono de lentas agonías. Sigo dispersa, amotinada en ese plazo terrible que es la noche. Jamás podrán juntarme.
La mañana es otra oscuridad, gira el carrusel de la sombra, y giro habituada, atraída por el imán de ese cortejo. Me besa al despertar, al menos hoy seré feliz, un solo instante de ternura basta. Seré feliz.
Habrá otras noches, máscaras y disfraces, una pira enorme dilatándose. Y otra vez arder en el desequilibrio y la monotonía, en lo aparente. Vulnerable, siempre vulnerable, como esas luces desnudas que siguen desflorándose en la peor seguía. Cobarde, siempre cobarde para huir, viviendo el tránsito de mi pequeña muerte.
No hay música en el temblor, vuelvo al silencio, al silencio de todas mis batallas perdidas. En esta espera donde el gemido jamás se articula. Sin esperanza nadie sobrevive, nadie se salva. Huir, si pudiera, afuera está la vida, podría nacer de nuevo, empezar, reencontrarme lejos de ese humareda devorante, de esta nada asfixiante, de esta no vida.
Advierto los buitres, el sonido pestilente de unos pasos que se acercan, corro a esconderme, me gustaría ser invisible, encontrar un sitio; pero no lo hay, siempre soy encontrada y sometida como ahora. Envidio esas palomas, no un ala, su poco de tiempo para escalar desde el descenso ese cielo que guardo en la mirada, esa blancura de los recuerdos que ya no me pertenecen.
Sigo acorrucada fuera del tiempo en la misma espera. Un proyectil está por alcanzarme, lo veo venir. En la cornisa advierto el reflejo de otra mañana, la última mañana que también arderá bajo el plomo enceguecedor de un sol que espera, que siempre espera.
– Miami, Florida –