Los adultos se han ido de compras a la ciudad. Los menores de seis años debemos quedarnos en la estancia. Eso nos deja solamente a Felipe y a mí con la cocinera y algún otro trabajador. Las instrucciones son claras: obedecer a los mayores y dormir la siesta. Yo me levanto y deambulo por la casa, sin saber qué hacer, mientras los demás duermen. El silencio del verano se interrumpe sólo por el sonido de una mosca que lucha contra el vidrio de la ventana.
De pronto recuerdo que los niños tampoco podemos comer unos exóticos bombones que los adultos disfrutan cada noche después de la cena. Yo sé dónde están escondidos. Voy hasta el lugar y tomo uno. Durante varios días me ha estado tentando su envoltorio de papel celofán violeta y amarillo.
No puedo esperar un minuto más para saborearlo, pero, a fin de no hacer ruido, lo abro con delicadeza. Doy el primer mordisco y siento el dolor punzante en el diente, que está flojo, pero no termina de caerse. ¡Maldito diente! Hace días que quiero ofrendárselo a los ratones, pero se resiste. A pesar del breve momento de dolor intenso, atravieso la capa de chocolate y galletita, llego al centro cremoso y me deleito con el primer bocado.
El placer dura sólo un instante, porque la culpa y el miedo lo invaden todo. Cuando termino, los envoltorios quedan como testigos y evidencia de la falta, y se hace imperioso hacerlos desaparecer. Encuentro un buen escondite. Solamente resta volver a la cama y simular el sosiego que propicia la siesta. Cuando me acuesto, el corazón está desbocado y siento las pulsaciones en la encía. Con horror descubro que la noche de hoy no habrá diente para colocar bajo la almohada.
Copyrigth.Verónica Luongo