Son las seis y cuarto de la mañana. Una brisa fresca saluda a la profesora rumbo a la parada del autobús. La mochila en ruedas recorre las calles entonando su cotidiana sonata del tara tara tá, tara tara tá, compaginada con el conteo de los números de la docente que continúa su camino tarareando el tara tara tá… 51.
Ahí viene el sin hogar, cargado con –y aferrado a– sus escasas pertenencias, que nadie más quiere poseer… tara tara tá, 61…, tara tara tá. ¡Ay; ya casi se acaba la cifra mágica! ¡Ya mero llego! Allá viene El Tarzán, profiriendo sus gritos intimidantes. Mejor me paso al otro lado de la calle. Tara tara tá. ¡Qué bien! ¡La señora de los perritos remilgados y mimados hace su aparición! Tara tara tá, 1350… 1399… tara tara tá… ¡Por fin llega a la parada!
Son 1400 pasos de ida y otros 1400 de vuelta en su recorrido diario por el centro de la ciudad de Seattle. El autobús 522 rumbo a Cascadia Community College llega puntualmente. Empieza la competencia para subir antes que los demás para ocupar un asiento con ventana y espacio suficiente para estirar las piernas durante el trayecto de más o menos 45 minutos.
El hombre de la mochila con el café en la mano mira de un lado a otro. Se cruza ante todas las damas, quienes inútilmente esperan que manifieste algún gesto de caballerosidad. Nick, uno de los alumnos de la maestra, sube y, por lo menos, le saluda en español, antes de empezar a lanzar una retahíla de excusas por las cuales no había podido asistir a clase el día anterior.
—Tengo la tutela de mi hija. Ayer llegué tarde porque ella no se quiso levantar, después se me descompuso el carro, tuve que llamar a un amigo mecánico, porque ahora no tengo dinero para llevar el auto a un taller, y… Bueno, sí, comprendo que es una situación complicada –le contesta, sin inmutarse, la profesora. Pero tres horas de clases que pierdas te van a retrasar más y más, y va a ser difícil emparejarte…
—Sí; ya sé. Le prometo que no volverá a suceder más, y voy a matarme estudiando –responde el afligido alumno, quien más de una ocasión se acerca a compartir una anécdota cada vez más impresionante, la cual no siempre carece de rasgos de veracidad: una ocasión se presentó con un vendaje que le cubría un ojo, y con una escuálida nota de un médico que decía haberlo examinado después de un accidente de automóvil sufrido por el desafortunado Nick.
Llega el siempre temido día del examen. Como era de esperarse, Nick obtiene una calificación muy baja: ocho unidades de un posible puntaje de 50, lo cual, en escala de 1 a 10, equivale a 1.6. A cualquier pregunta con verbos, ya sea en el tiempo presente o en el pretérito, en la respuesta incluye una palabra omnipresente y mal deletreada, sintaxis sin concordancia de género y número, y el verbo en infinitivo. Ejemplos:
¿Qué comiste anoche? Yo beber muchos cervazas. ¿Adónde fuiste para tu cumpleaños? Me familia y mí tomar mucho cervazas. ¿Qué vas a hacer el fin de semana? Ir tomo muchos cervazas. De esta índole es el tema recurrente en la vida de Nick.
La mayoría de los otros compañeros, con sus respuestas acertadas, hacen que Nick empiece a mirar furtivamente de un lugar a otro, con ganas de desaparecer cuando siente que casi le llega su turno para contestar alguna pregunta. Con alivio mira el reloj cuando se da cuenta que ya la clase está por terminar y que la falta de tiempo lo va a sacar de un apuro cada vez más apremiante al no tener ni idea de lo que debe responder.
Luego la docente les informa que durante una hora va a estar en su oficina, y después partirá hacia el tribunal para desempeñarse de intérprete. Nick levanta la mirada y exclama: ¡Claro! ¡Yo sabía que antes la había visto en alguna parte! ¡Ahora descubro que ha sido en los tribunales de Kirkland y Redmond!
Desde que la conocí, he estado rompiéndome la cabeza, intentando acordarme dónde la había visto antes, maestra. Una vez en el tribunal de Kirkland ya me tocaba a mí pasar ante el juez, cuando nos informaron que los casos con intérprete eran prioritarios. Ahí sentí que me hervía la sangre de ver que usted tenía que pasar primero.
—Ah, sí, pero es más económico pagarle menos a la intérprete sin hacerla esperar inútilmente –respondió la profesora. Espero nunca más verte por allá, a no ser que sea en calidad de intérprete, Nick –le comentó sonriente y le informó a la clase acerca de intérpretes judiciales que han estudiado el español como segunda lengua hasta alcanzar un nivel tan alto que les permite ejercer esa profesión tan difícil.
Nick empieza a llegar a clase sin retraso. Se le nota más animado, demostrando más interés en participar y contestar más preguntas que de costumbre. Un día se aseguró de que nadie más quedara en clase, se acercó a la docente y, de una manera muy efusiva, le comunica: yo quiero aprender español porque me interesa saber lo que dicen mis parientes cuando nos reunimos para celebrar fiestas, cumpleaños o simplemente cuando estamos juntos.
La maestra lo animó a seguir aprendiendo la lengua de sus antepasados, pero sin comunicárselo al resto de la familia. —Y usted cómo sabe, profesora, que la familia se burla de uno cuando intenta aprender otro idioma –le preguntó, sorprendido, el alumno. Mi hermana fue a la universidad y fue el hazmerreír de mi familia, ya que nadie podía entender por qué tuvo que seguir un curso de español.
Karen: te volviste loca. Para aprender español, no hay necesidad de ir a la universidad –exclamaban al unísono los parientes, entre grandes carcajadas. —Por ese mismo motivo –replica la docente. Tú vas a aprender este idioma, pero va a ser un gran secreto que dará su fruto cuando sea propicio. El rostro de Nick se iluminó con un rayo de esperanza.
La profesora recogió sus libros, papeles y demás útiles para ponerlos en su mochila y emprender el camino a la parada del autobús de regreso a su domicilio. La melodía empezaba su onomatopéyico tara tara tá… uno, tara tara tá, 200… tara tara tá… 500… 1400 pasos y… ¡ya! Una vez más, el umbral del edificio, con su luminosa entrada, le daba la bienvenida a la docente de la mochila cantadora.
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