Por Verónica Luongo
Las bicicletas bajaban veloces por la rampa del muelle. Los niños descalzos pedaleando frenéticamente. El vértigo en sus caras, anticipando el impacto. ¡Splash! Daniel y Lucas se hundieron en el río Columbia desplazando agua como si fueran orcas. La sensación de frescura anhelada para combatir el aire caliente de Wenatchee en una tarde de verano.
Empapado y sonriente, Lucas sacó del agua su flamante bicicleta azul. Daniel, hizo andar la suya por la rampa hacia arriba. La vieja bicicleta verde parecía haber encogido con el agua y Daniel pedaleaba con la dificultad de unas piernas que se habían alargado desde el último verano.
– ¿Estás seguro, Lucas, que puedes hundir tu bici nueva? – Preguntó Daniel
– ¡Claro que sí! No le va a pasar nada. Además, mis padres se pasan trabajando todo el día, cuando llegan en la noche, lo último en que se van a fijar es en la bicicleta. Ahora que lo pienso, le voy a preguntar a mi padre si puedo regalarte mi bici vieja.
– No, no le preguntes. Yo creo que Clara me va a regalar una más grande cuando cumpla 10 el mes que viene. – Mintió Daniel.
Cuando ambos niños llegaron a la cima de la rampa, volvieron a correr su carrera acelerada hacia el río. Entre la brisa, solo se oían sus risas y alaridos. Hacía rato que los patos habían huido hacia una orilla más tranquila.
Daniel vio que un jardinero llegaba en su camioneta. Salió del río con su bicicleta y se acercó al hombre de mediana edad. – Hi, do you have a girlfriend?– Le preguntó.
El hombre detuvo la descarga de sus herramientas de jardinería y le contestó – No. I have a wife. –
– Have a nice day. – Le contestó Daniel y puso en marcha su bicicleta hacia la rampa. En un segundo se había sumergido nuevamente junto a Lucas.
Los niños reían. El agua fría refrescaba el alma y llenaba de vacaciones.
A unos veinte metros del muelle, en el área arbolada, una pareja de ancianos se acercaba lentamente buscando sombra. Se sentaron en una de las mesas de picnic y observaron el juego. – Tremendo castigo se llevarían estos niños si i los padres los vieran hundir esas bicicletas. – Dijo ella con voz rasposa, con el volumen necesario para que el anciano la oyera.
El aire chismoso de pueblo trajo los sonidos a los oídos de Daniel. – ¿Hablan español? – Preguntó Daniel desde el otro lado del agua.
– ¿Sí, y tú? – Le preguntó ella un poco avergonzada.
– Un poquito. ¿Qué hora es? – Le respondió Daniel
– Las dos y diez. –
– ¡Vaya, Daniel! Deberíamos irnos. Tu hermana te va a matar. – Exclamó Lucas.
– No seas aguafiestas, Lucas. Todavía tenemos tiempo para una zambullida más. –
Ambos amigos subieron a la rampa nuevamente. Daniel un poco más lento, porque su anciana bicicleta no respondía bien.
La última zambullida del día. Saboreada, disfrutada, para que durara hasta el otro día.
Lucas salió con su bicicleta a toda velocidad rumbo al Loop Trail. Daniel luchaba con su pequeña bicicleta.
– ¡Vamos, Daniel! Se nos hace tarde. – Le gritó Lucas desde la cima.
– Se me ha salido la cadena. Dame un minuto. – Respondió Daniel desde el borde del agua. Arrodillado, bajo el sol, luchó por varios minutos con la cadena hasta que la bicicleta volvió a andar.
Subió pedaleando por la rampa pero antes de unirse a su amigo se desvió hacia una banca donde había un hombre joven comiendo un sandwich
– Hi. Do you have a girlfriend? Le preguntó.
El hombre dudó unos segundos mirando a Daniel con asombro. En lugar de responder, tomó su almuerzo, su mochila y se fue sin contestarle.
Daniel retomó su marcha hacia el Loop Trail donde lo esperaba Lucas.
– Tu hermana te va a matar. Y a mí también, como siempre. –
Ambos pedalearon a toda velocidad por el asfalto infernal. Los más de cien grados de temperatura se reflejaban con furia sobre la vía negra. El calor iba secando sus ropas y bicicletas y hasta hacer desaparecer toda el agua y sus ilusiones. Fueron bordeando el río Columbia hasta que se les terminó el sendero. Atravesaron calles con automóviles, calles sin automóviles, hasta que se acercaron al humilde barrio.
Cuando llegaron a la casa de Lucas, se despidieron. – Nos vemos mañana. Dijo Lucas
Daniel lo saludó con una imperceptible afirmación con la cabeza. Se despidió con una mano y continuó hacia su casa. El apartamento que alquilaban estaba en una modestísima casa antigua.
Bajó de su bicicleta y abrió la puerta con mosquitero. Apoyó su bicicleta en la pared de la habitación que era cocina y sala. Clara lo recibió con los brazos en jarra, con su uniforme del restaurante de comida rápida y el perfume fresco a jabón.
– ¡Eres un irresponsable! Sabes que tengo que llegar a mi trabajo a las tres y mira a la hora que llegas ¡Estabas en el río hundiendo tu bicicleta otra vez! –
– No, no fuimos al río, estuvimos en el parque. – Mintió Daniel
Clara lo intimidaba un poco, pero la admiraba. Con sus casi quince años, su hermana parecía de dieciocho. Había logrado conseguir un trabajo bueno con su aspecto y los papeles comprados. Por suerte, porque la madre de ambos había sufrido una enfermedad que Daniel no sabía pronunciar que la había dejado paralizada en la cama.
– Mañana no sales a la calle. Sería bueno que usaras ese tiempo para desarrollar alguna habilidad que te sirva en el futuro, en lugar de andar bobeando con ese amigo tuyo que la tiene fácil. La voz de Clara se ponía más adulta cuando llegaban la hora de los rezongos.
– Te prometo que llegaré en hora. Éste es el último verano. ¿Viste cómo he crecido? La bici ya casi no me sirve. El año que viene estaré más alto y podré conseguir un trabajo como tú.
– ¿Trabajo? ¿a los 11 años? ¡No me hagas reir! Además, ya sabes cuál es tu trabajo: cuidar a mamá y estudiar. Ya hablaremos en la noche, ahora me tengo que ir. No olvides darle los medicamentos. Y no te distraigas con los jueguitos, ya sabes que ella no puede sacarte del hipnotismo en el que caes.
Daniel no protestó. Sabía que de nada servía. Cuando Clara se enojaba con él, no había quién negociara con ella. Mañana, seguro que lo dejaba salir de nuevo con tal de que no estuviera dando vueltas inquieto en el pequeño apartamento de un dormitorio y poco más. Y con respecto al trabajo, Daniel tenía la esperanza de que el año siguiente él podría conseguir uno. Un trabajo aún mejor que el de ella. Un trabajo que pagara tan bien que Clara no tendría que trabajar. Él era el hombre de la casa, a falta de otro.
Fue hasta el dormitorio, Daniel sintió por unos pocos segundos el olor a medicamentos. Luego, el olor de la realidad desaparecía. Se acercó a la cama donde su madre yacía casi inmóvil, solo siguiendo sus movimientos con la mirada. Daniel se agachó y le dio un beso en la frente.
– ¿Sabes, mamá? Hoy en el río conocí a un muchacho muy apuesto. Creo que no tiene novia. No me dio el tiempo para decirle que fuera al restaurante de Clara. Si mañana lo veo, le digo.
-Wenatchee, Washington –